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La cigarra, la hormiga y el pulgón: Esopo corregido y ampliado

Pingajillo. El muchacho que se volvió hormiga, de un tipo apodado Vamba, fue mi temprana iniciación a la mirmecología. El libro detallaba la laboriosa vida de las hormigas, que operan sobre todo en el sector primario: agricultura y ganadería. Como pastoras no tienen precio: cuidan de los pulgones, esa plaga de los rosales. Los acompañan a los mejores pastos por la mañana y luego los traen de vuelta a la cuadra, a su casa, el hormiguero. Luis Bertelli, Vamba, llama a los pulgones las vacas de las hormigas, y ciertamente los tratan como nosotros al ganado que nos da leche. Y los pulgones corresponden de modo parecido: se dejan ordeñar un líquido dulce que a las hormigas les gusta mucho. Las encanta.

Cuando leí Pingajillo no sabía nada de la relación entre hormigas y pulgones, pero ya estaba informado del carácter industrioso del insecto, gracias a «La cigarra y la hormiga», la fábula de Esopo. Cien veces nos la contaron; mil, quizás. Para que aprendas a apreciar a la hormiga trabajadora y despreciar a la cigarra gandula, que pasa el día cantando y disfrutando. La cigarra muere de frío y hambre en invierno a la puerta del hormiguero, donde la hormiga previsora ha almacenado riqueza sin cuento.

Oficialmente, la fábula nos enseña a ser ahorradores. Pero bajo el propósito declarado, y como suele ocurrir, se filtra de matute otro significado: que debes disfrutar cerrando la puerta, dejando fuera al necesitado. Y precisamente por estar oculto, este segundo significado es más difícil de cuestionar; lo incorporamos sencillamente, sin discusión.

Cien veces nos la contaron; mil, quizás: sobre esta fábula estamos modelados. Cada uno de nosotros y toda Europa, todo Occidente. Leyendo a Esopo y a sus epígonos estamos tan bien enseñados que podemos superar el modelo. Porque los africanos y sirios que se ahogan a las puertas de nuestra casa no han pasado una vida de juerga que algún extraño tipo de justicia quiera castigar. No, los migrantes que intentan llegar a países seguros han llevado una vida bastante podrida. Así que ellos no se parecen a la cigarra, solo nosotros nos parecemos a la hormiga. Somos hormigas industriosas, pasando el invierno protegidas. Sin preocupaciones.

Aunque también esto es discutible. Muchos de nosotros hemos trabajado aquí y allá toda la vida. Pero otros han estado dirigiendo organizaciones bien dotadas de fondos públicos y de actividad escasa e inútil, dándose la vida padre mientras afinaban el discurso para explicar que las cigarras, esas gentes que cantaban y bailaban todo el tiempo, merecen que les cerremos las puertas. Algunos han pasado la vida entera afinando ese discurso y mantenidos por nosotros, como los pulgones por las hormigas.

Pero las ciencias adelantan que es una barbaridad, y si ahora hay técnicas para ver lo que pasa dentro de nuestro cerebro, también las hay para ver el interior de los hormigueros. Y así se ha descubierto que el placer que las hormigas obtienen de los pulgones es tan fuerte que hace variar su comportamiento normal. Es decir, que lo ordeñado de los pulgones no es propiamente alimento, sino que se parece más bien al tipo de sustancias que llamamos drogas.

El comportamiento normal de las hormigas es proteger a sus larvas y ninfas, como hacen todos los animales con su descendencia. Sin embargo, cuando tienen pulgones en el hormiguero, permiten que algunos entren en las cámaras de estas crías y se alimenten de ellas. Las hormigas siguen colocándose a modo, mientras sus retoños son devorados hasta que el hormiguero perece sin continuidad.

O sea, las hormigas no dejan entrar a las cigarras a su hormiguero, cigarras que no comen crías de hormiga, pero meten tantos pulgones como pueden, porque se ponen ciegas con su zumo. Las hormigas trabajan como los occidentales, sí. Y se drogan. Como los occidentales.

Nuestros pulgones también nos dan materia para colocarnos: dicen lo que queremos oír. No la verdad, que es amarga. Por ejemplo, una verdad como que Europa es un continente de viejos, que no puede mantener su población sin aportes del exterior, de migrantes. No, lo que queremos oírle a los pulgones no son las verdades, sino mentiras dulces, tranquilizadoras. Cada generación ha cuidado de mantener legiones de curas, de literatos sin talento y de periodistas sin vergüenza para que nos proporcionaran nuestros dulces chutes diarios. A ellos les entregamos con entusiasmo nuestra riqueza, y en algunos casos nuestras crías, porque se lo merecen, porque nos gusta lo que nos dan.

Cien veces escuchamos (mil, quizás) a Esopo, la Fontaine, Iriarte, Samaniego…, todos ellos escribiendo el mismo discurso que sigue presentándose a las elecciones. Mucho cuidado, porque ahí están las cigarras, hartas de cantar y bailar, acechando nuestras puertas. Mucho cuidado, porque son capaces hasta de morirse, las muy cínicas, justo tras nuestras jambas, a ver si nos dan pena. Mucho cuidado, cerremos bien las puertas después de dejar entrar a los pulgones.

Pingajillo. El muchacho que se volvió hormiga, de un tipo apodado Vamba, fue mi temprana iniciación a la mirmecología. El libro detallaba la laboriosa vida de las hormigas, que operan sobre todo en el sector primario: agricultura y ganadería. Como pastoras no tienen precio: cuidan de los pulgones, esa plaga de los rosales. Los acompañan a los mejores pastos por la mañana y luego los traen de vuelta a la cuadra, a su casa, el hormiguero. Luis Bertelli, Vamba, llama a los pulgones las vacas de las hormigas, y ciertamente los tratan como nosotros al ganado que nos da leche. Y los pulgones corresponden de modo parecido: se dejan ordeñar un líquido dulce que a las hormigas les gusta mucho. Las encanta.

Cuando leí Pingajillo no sabía nada de la relación entre hormigas y pulgones, pero ya estaba informado del carácter industrioso del insecto, gracias a «La cigarra y la hormiga», la fábula de Esopo. Cien veces nos la contaron; mil, quizás. Para que aprendas a apreciar a la hormiga trabajadora y despreciar a la cigarra gandula, que pasa el día cantando y disfrutando. La cigarra muere de frío y hambre en invierno a la puerta del hormiguero, donde la hormiga previsora ha almacenado riqueza sin cuento.