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Conductores

Se considera que los borrachos dicen la verdad, que desinhibidos por el alcohol afloran las esencias de cada cual: las ganas de abrazar al prójimo, la risa, la oscuridad o la violencia. Creo que con el vehículo pasa algo parecido. Los coches (evolución de los caballos o de los carruajes) se han convertido en un espacio privado sobre ruedas en el que nos movemos de acá para allá. El coche es un refugio y un caparazón. Protegidos por la carrocería, a bordo de esa armadura de bielas, pistones y amortiguadores, sintiéndose invulnerables y anónimos, los conductores dejan a un lado su rostro social, se relajan y se atreven a mostrar lo que hay debajo de su máscara.

La carretera sirve, por eso, para desenmascarar a los agresivos que fuera del vehículo tienen una apariencia más amable. A los lobos con piel de corderos. El coche, con sus caballos, da potencia al que no la tiene. El vehículo engrandece las personalidades más pequeñas, como los uniformes, los reconocimientos, el calor de un grupo, el poder o el dinero. Al volante fluyen los instintos y, así, el agresivo monta en cólera. Pienso que quien es un agresivo cuando conduce, quien pierde los nervios con facilidad e insulta y reta y desafía, difícilmente no tendrá comportamientos similares (más o menos contenidos) en su vida cotidiana. Los conductores que pierden una vez y otra los papeles al volante me dan mala espina.

Todo esto porque esta semana paseaba por la ciudad y me topé con un coche parado en un semáforo en verde. El conductor, despistado, no se había dado cuenta y el vehículo que esperaba detrás no es que tocara el claxon a modo de aviso sino que hizo sonar la sirena de una fábrica mientras hacía aspavientos y gritaba: “gilipollas, subnormal de mierda” y otra serie de cosas que, por ser un poco repetitivas, no reproduciré aquí. Una reacción así por una espera de un par de segundos, pensé, qué desproporción. El caso es que el otro conductor, el agredido, se puso tan nervioso que se le caló el coche al intentar salir. “Hijodeputa, mierda, vete a tu puta casa, joder”, le gritó el otro mientras tocaba el claxon sin parar y golpeaba su volante y su salpicadero, como haciendo vudú, como si los golpes se los diera al otro. Lo miré con una mezcla de curiosidad y sorpresa, él me miró crispado pero no dijo nada. Luego pisó el acelerador a fondo para volver a parar en seco dando un frenazo unos metros más adelante... porque había atasco. Imaginen. Creo que para él fue una ofensa sentirse observado en el interior de su coche-refugio-armadura-casa, o en el interior de su mente, porque yo era un mirón asomándome a su miserable intimidad.

Se considera que los borrachos dicen la verdad, que desinhibidos por el alcohol afloran las esencias de cada cual: las ganas de abrazar al prójimo, la risa, la oscuridad o la violencia. Creo que con el vehículo pasa algo parecido. Los coches (evolución de los caballos o de los carruajes) se han convertido en un espacio privado sobre ruedas en el que nos movemos de acá para allá. El coche es un refugio y un caparazón. Protegidos por la carrocería, a bordo de esa armadura de bielas, pistones y amortiguadores, sintiéndose invulnerables y anónimos, los conductores dejan a un lado su rostro social, se relajan y se atreven a mostrar lo que hay debajo de su máscara.

La carretera sirve, por eso, para desenmascarar a los agresivos que fuera del vehículo tienen una apariencia más amable. A los lobos con piel de corderos. El coche, con sus caballos, da potencia al que no la tiene. El vehículo engrandece las personalidades más pequeñas, como los uniformes, los reconocimientos, el calor de un grupo, el poder o el dinero. Al volante fluyen los instintos y, así, el agresivo monta en cólera. Pienso que quien es un agresivo cuando conduce, quien pierde los nervios con facilidad e insulta y reta y desafía, difícilmente no tendrá comportamientos similares (más o menos contenidos) en su vida cotidiana. Los conductores que pierden una vez y otra los papeles al volante me dan mala espina.