Cantabria Opinión y blogs

Sobre este blog

Conservar la humanidad, parar el genocidio

0

La masacre calculada que estamos viviendo en Palestina no es, ni de lejos, una guerra entre Israel y Hamás; es, fuera de toda duda ya, con 9.500 cuerpos sobre la mesa, un genocidio practicado por una fuerza de ocupación, animada por una ideología extremista que deshumaniza al “enemigo” —que es nada menos que todo un pueblo, el palestino— y subordina a sus fines la vida humana, convertida en obstáculo para sus planes de dominio de un territorio.

El sionismo religioso ultraconservador, cuyos adeptos corean lemas racistas como “muerte a los árabes”, lleva hoy la voz cantante en Israel. Benjamín Netanyahu consiguió revalidar por sexta vez su cargo de primer ministro en las elecciones celebradas en noviembre de 2022 gracias al posterior apoyo de la ultraderechista, supremacista judía y antiárabe alianza Sionismo Religioso, que quedaba en tercer puesto pero decidía pactar con Likud, el partido conservador del premier israelí. Abiertamente racista, el líder más popular, número dos de la alianza, Itamar Ben-Gvir, fue condenado por racismo e incitación al odio, y durante años alardeó de tener en su salón una fotografía de Baruj Goldstein, terrorista judío que cometió la masacre de la Cueva de los Patriarcas de Hebrón, con 29 muertos y 125 heridos. Netanyahu se sostiene, además, gracias a otras formaciones ultraortodoxas como Judaísmo Unido de la Torá, de manera que Israel está hoy gobernada por la coalición de partidos más ultraderechista que ha tenido en siete décadas.

A grandes rasgos, el sionismo puede definirse como una ideología, y su correspondiente movimiento político, nacionalista originada en el siglo XIX sobre la fe en la necesidad del establecimiento de un Estado para el pueblo judío, preferentemente en la “antigua Tierra de Israel”, por ser la tierra prometida por Dios en el Antiguo Testamento. Su objetivo fue por décadas fomentar la emigración judía a Palestina, especialmente en tiempos de persecuciones antisemitas, alcanzando su meta principal con la fundación del Estado de Israel en 1948. Históricamente, ha tenido como aliados esenciales a los británicos. En 1917, el ministro de Exteriores británico, Arthur Balfour, envió una carta al adinerado banquero de Londres, líder de la comunidad judía, varón lord Walter Rothschild, conocida hoy como “Declaración de Balfour”, en la que anunciaba su apoyo al establecimiento de un “hogar nacional” para el pueblo judío en la región de Palestina, que en ese entonces formaba parte del Imperio otomano.

La declaración contó con el respaldo de varios países, incluyendo los Estados Unidos, aliado incondicional de Israel desde el inicio. La inmigración judía aumentó sustancialmente en la década de los 30, debido a la difícil situación política y económica en Europa y, particularmente, a la persecución por parte de los nazis. Terminada la Segunda Guerra Mundial, en 1945, al amparo de las organizaciones pro-Estado de Israel se produjo una migración masiva organizada.

Ante la imposibilidad e incapacidad de resolver un problema cada vez más complejo, el gobierno británico decidió recurrir a las Naciones Unidas, que en 1947 decidieron partir Palestina en dos Estados, uno árabe y otro judío, quedando Jerusalén bajo la su administración, todo ello pese al absoluto rechazo árabe. La retirada británica de Palestina llevó a los judíos a declarar un Estado independiente que los árabes estaban determinados a impedir. El 14 de mayo de 1948, los judíos, liderados por David Ben-Gurión, declararon en Tel Aviv la creación del Estado de Israel, de acuerdo con el plan previsto por las Naciones Unidas. La primera guerra árabe-israelí, ese mismo año, provocó lo que se conoce como la Nakba —catástrofe en árabe—: más de 700.000 personas palestinas fueron expulsadas de sus hogares. Desde entonces, Israel ha ido colonizando territorios, y de Palestina solo quedan Cisjordania —3,25 millones de habitantes, 5.800 kilómetros cuadrados— y Gaza, cuyos 2,26 millones de habitantes que malvivían en 365 kilómetros cuadrados, Israel parece decidida a eliminar. Casi 6 millones de refugiados y refugiadas retratan la diáspora palestina actual.

Conocido el contexto, las imágenes de niños y niñas desmembrados son un testimonio gráfico de la aleación macabra entre colonialismo, sionismo y el poder económico del lobby judío y pierde sentido la propaganda que trata de vender al mundo que semejante masacre continuada de civiles sea una operación contra Hamás. El poder del lobby judío —junto con no pocos intereses económicos— resulta imprescindible para comprender la pasividad internacional, pese a la brutal dimensión de la matanza. Por ello, la publicación de fotos, incluidas las de bebés mutilados —en redes, no tanto en medios de comunicación tradicionales—, lejos de resultar sensacionalista constituye una praxis informativa tristemente necesaria por ser prueba objetiva de la crueldad inhumana e inmisericorde que vehicula la acción de un gobierno todopoderoso al que nadie en la comunidad internacional osa oponerse. Salvo algunos gestos, rápidamente acallados, como el de António Guterres recordando el origen del conflicto, lo que valió la declaración de “non gata” en Israel a la ONU, apenas nadie, exceptuando un puñado de países árabes, se ha atrevido en estos 50 años a exigir a Israel que cese en su actitud, advertirle de la posibilidad de bloqueos económicos y de juicios en la Corte Penal Internacional por crímenes de lesa humanidad.

Asistimos a un genocidio para impotencia de la gente común cuya capacidad de influencia reside en manifestaciones a las que, incluso con prohibiciones, se está acudiendo por miles llenando las calles a lo largo y ancho del planeta. Sin embargo, llama tristemente la atención el sonoro silencio o las actitudes timoratas de la minoría hiper-representada —periodistas, intelectuales, famosetes, influencer, cantantes, actores y actrices… — que no parecen estar aprovechando su notoriedad para exigir el fin del genocidio. Nadie podría decir que resulta barato enfrentarse al sionismo, ni a su propaganda —a la que los y las periodistas dignas se resisten—  ni a sus grupos de presión por todo el mundo, pero no cabe acobardarse ni hacer razonamientos utilitarios —del tipo: “es un riesgo para su trabajo, hay que entenderlo”— cuando se trata de un genocidio. Algo similar ocurriría a muchos alemanes que en los años treinta del siglo pasado consintieron el holocausto, dejando hacer a los nazis y abandonando a su suerte a los judíos. Este es el momento de hacer la mayor presión posible para que Israel no acabe con lo que queda de la población palestina y velar por que Gaza no se convierta en un gigantesco campo de desplazados internos sin derechos fundamentales.  

El sábado 11, a las 12 de la mañana, los cántabros y las cántabras tenemos la oportunidad de salir juntas a las calles de Santander a exigir el alto al fuego inmediato, que se detenga el genocidio. Mientras, la campaña Boicot, desinversión y sanciones (BDS) trabaja para presionar para que cumpla con el derecho internacional, a la vez que informa de las empresas que apoyan la barbarie sionista, a las que los consumidores podemos retirar todo apoyo dejando de comprar sus productos. Todo lo que sirva, de una u otra forma, para parar esta locura homicida estará bien, pero, sobre todo, debemos conseguir que nuestros gobiernos muevan ficha y dejen de ser cómplices. Mientras, seguiremos viviendo en tiempos de muerte y oscuridad, jugándonos la humanidad en esta respuesta.

La masacre calculada que estamos viviendo en Palestina no es, ni de lejos, una guerra entre Israel y Hamás; es, fuera de toda duda ya, con 9.500 cuerpos sobre la mesa, un genocidio practicado por una fuerza de ocupación, animada por una ideología extremista que deshumaniza al “enemigo” —que es nada menos que todo un pueblo, el palestino— y subordina a sus fines la vida humana, convertida en obstáculo para sus planes de dominio de un territorio.

El sionismo religioso ultraconservador, cuyos adeptos corean lemas racistas como “muerte a los árabes”, lleva hoy la voz cantante en Israel. Benjamín Netanyahu consiguió revalidar por sexta vez su cargo de primer ministro en las elecciones celebradas en noviembre de 2022 gracias al posterior apoyo de la ultraderechista, supremacista judía y antiárabe alianza Sionismo Religioso, que quedaba en tercer puesto pero decidía pactar con Likud, el partido conservador del premier israelí. Abiertamente racista, el líder más popular, número dos de la alianza, Itamar Ben-Gvir, fue condenado por racismo e incitación al odio, y durante años alardeó de tener en su salón una fotografía de Baruj Goldstein, terrorista judío que cometió la masacre de la Cueva de los Patriarcas de Hebrón, con 29 muertos y 125 heridos. Netanyahu se sostiene, además, gracias a otras formaciones ultraortodoxas como Judaísmo Unido de la Torá, de manera que Israel está hoy gobernada por la coalición de partidos más ultraderechista que ha tenido en siete décadas.