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Coolidge contra los vampiros

Alguien tan cáustico como H. L. Mencken alabó al presidente de Estados Unidos Calvin Coolidge casi por no hacer nada. «Sufrimos más, no cuando la Casa Blanca es un pacífico dormitorio, sino cuando hay un cantamañanas berreando en su tejado […] El dr. Coolidge fue precedido por un Salvador del Mundo y seguido por dos más. ¿Qué estadounidense informado, teniendo que elegir entre cualquiera de ellos y otro Coolidge, dudaría un instante? Bajo su mandato no hubo emociones, pero tampoco dolores de cabeza. No tenía ideas, y no supuso ninguna molestia».

Hombre de pocas palabras, algunos historiadores sostienen que llegó a la presidencia por una única frase, pronunciada con ocasión de la huelga de la policía en Boston en 1919: «El derecho de huelga contra la seguridad pública no lo tiene nadie, en ningún sitio, en ningún momento».

Ciertamente, Coolidge hacía poco gasto. Un periodista le preguntó una vez de qué había tratado el cura en el sermón que acababa de escuchar. «Del pecado», contestó. Y ¿qué dijo del pecado?, siguió indagando el reportero. «Estaba en contra». Eso es no perderse por las ramas. Supongo que los mismos mecanismos mentales permitieron que durante su presidencia el país sorteara la crisis de 1921 y redujera su deuda exterior muy notablemente. A su época se la llama prosperidad Coolidge. Mencken es injusto con él: el presidente tenía ideas y, a la chita callando, sí hizo unas cuantas cosas.

Pero hoy se lo recuerda más por haber sido el único presidente estadounidense en haber contribuido a la ciencia aportando su nombre a un efecto. El origen de la historia es una visita que hizo a una granja. Por las razones que fueran, la comitiva presidencial se dividió en dos, y su mujer, la vivaracha Grace Goodhue, se convirtió en el centro de la segunda. Presenció cómo un gallo montaba con entusiasmo a una gallina, y preguntó si eso lo hacía todos los días.

—¿Todos los días…? Lo hace varias decenas de veces al día, señora.

—Hágame el favor de decírselo al presidente.

El granjero se acercó a Coolidge y le contó la historia, que el presidente escuchó atentamente. Cuando acabó preguntó:

—¿Todas esas veces con la misma gallina?

—No, señor; cada vez con una gallina distinta.

—Hágame el favor de decírselo a la señora presidenta.

Y desde entonces en psicología a esto se le llama el efecto Coolidge. Para ser precisos: no a enviarle recados a la pareja de uno mediante un mensajero, sino a que el periodo refractario tras montar a una pareja sea sensiblemente menor si a uno se la cambian. Debe señalarse que el efecto lo experimentan ambos sexos por igual, como demostraron experiencias en laboratorio puestas en marcha tras la visita de los Coolidge a la granja. (Se experimentó con varias clases de mamíferos. Con humanos no, pero hay serias sospechas de que el fenómeno es el mismo).

Hay, claro, algunas diferencias entre el sexo de las gallinas y el de los humanos. Sabemos que en los segundos es un elemento cohesivo de primera importancia para que una pareja continúe unida, por ejemplo.

Pero hay parejas que no practican el sexo. Normalmente lo practicaron un tiempo y en algún momento dejaron de hacerlo. Pero también existen las que nunca lo practicaron.

Conocí una pareja en esta situación. Él era un chico de buena familia, que al acabar la carrera universitaria tenía dos ambiciones: una, no dar un palo al agua en la vida; la otra, que no se conociera su homosexualidad. Encontró una mujer que aborrecía el sexo compartido y que, por tanto, no le iba a exigir cumplir en la cama. Por otro lado, sin ser lo que hoy día se llama rica, tenía abierta una vía en la Administración pública que le aseguraba ingresos notables para siempre. Desde entonces, y ya hace años, siguen unidos.

Ahora bien, ¿qué puede mantener unida a una pareja que no practica el sexo? Pues supongo que haya más posibilidades, pero lo que comparte esta pareja es una afición terrible a adquirir autoestima por el método de quitársela a otros, como describe el psicólogo Albert J. Bernstein (Vampiros emocionales). Obtienen un placer enorme, completamente incomprensible para los demás, en elegir víctimas y someterlas a un acoso tenaz, inagotable, que las destroce. Proceso que pasa inadvertido para los ciudadanos que los rodean, del mismo modo que la víctima de acoso dentro de casa no puede convencer a nadie de que lo está sufriendo:

—¿Que Manolo te maltrata? ¿Qué dices, mujer? ¡Si Manolo es simpatiquísimo con todo el mundo!

Con todo el mundo, sí. Con su víctima, no. La situación es tan incomunicable que Bernstein aconseja con claridad: si sufre usted esto ¡no se le ocurra contárselo a nadie que no sea psicólogo o abogado. Los maltratadores han descubierto una grieta en la factura de los humanos, como los hackers en los sistemas informáticos, y la explotan.

La grieta en los humanos es que nadie puede creer que entre nosotros viva quien haga daño por placer, sin obtener beneficio material alguno. Por tanto, se niegan a entender, incluso a escuchar, cualquier testimonio que diga lo contrario. Nadie, excepto quienes tienen entrenamiento profesional o han sido víctimas con anterioridad, puede simpatizar con la víctima; se simpatiza con sus verdugos, con frecuencia dueños de grandes habilidades sociales.

El sexo es un elemento cohesivo de primera importancia para que una pareja continúe unida. Coolidge debía saber algo sobre el particular, porque dice Mencken que bajo su presidencia la Casa Blanca fue un dormitorio tranquilo. También puede tener muchos problemas, cierto. Pero incluso con el famoso efecto Coolidge, que nos empuja a buscar compañeros sexuales distintos del habitual, el sexo es el motivo adecuado para que las parejas se mantengan. Y, de paso, para no hacer daño al resto de la ciudadanía. Así que, ahora que empiezan las vacaciones, ¡hagámonos (o mantengámonos) adictos al sexo! Es mucho más agradable que morder ajos crudos, créame.

Alguien tan cáustico como H. L. Mencken alabó al presidente de Estados Unidos Calvin Coolidge casi por no hacer nada. «Sufrimos más, no cuando la Casa Blanca es un pacífico dormitorio, sino cuando hay un cantamañanas berreando en su tejado […] El dr. Coolidge fue precedido por un Salvador del Mundo y seguido por dos más. ¿Qué estadounidense informado, teniendo que elegir entre cualquiera de ellos y otro Coolidge, dudaría un instante? Bajo su mandato no hubo emociones, pero tampoco dolores de cabeza. No tenía ideas, y no supuso ninguna molestia».

Hombre de pocas palabras, algunos historiadores sostienen que llegó a la presidencia por una única frase, pronunciada con ocasión de la huelga de la policía en Boston en 1919: «El derecho de huelga contra la seguridad pública no lo tiene nadie, en ningún sitio, en ningún momento».