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Los corruptores en una cultura corrupta

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La mayoría de la ciudadanía asocia corrupción a funcionarios públicos o políticos. Sorprende tan poco la corrupción política que casi no tiene impacto en la elección de la papeleta electoral. La prueba está en que los dos principales partidos estatales —que se han repartido el poder central en estos 45 años a razón de 25 años el PSOE y casi 15 el PP— acumulan decenas de casos tremendos de corrupción pero siguen siendo los que marcan la política de este país y de la mayoría de sus comunidades autónomas.

Ahora, Cantabria se ve sacudida por el amaño de contratos a constructoras durante los últimos 20 años por parte de un funcionario específico que, o es un genio, o contaba con diferentes apoyos dentro y fuera de la consejería.

No es el tema de este texto hablar de la corrupción de los políticos y de los funcionarios, marcada por el abuso de poder, el quiebre de la confianza con la ciudadanía y el uso de los casos como arma arrojadiza en las campañas electorales —en eso estamos—.

Hoy la cosa es hablar de los corruptores y de la cultura de la corrupción que nos habita estructuralmente desde el siglo XVI, cuando el nacimiento del Estado ‘moderno’ español es atravesado por el rentismo, la angurria y el robo organizado desde las débiles instituciones monárquicas de la conquista. Desde entonces este es el Estado del pelotazo, del aprovechamiento de los resortes públicos para el beneficio privado, de la socialización de las pérdidas de los empresarios y del despojo de los recursos públicos para transferirlos a manos privadas.

El resumen es fácil. Para que haya corruptos debe haber corruptores. En el caso de Cantabria, hasta donde se sabe hoy, hay un funcionario corrupto y 23 empresas corruptoras, que estuvieron dispuestas a entrar al universo de las comisiones ilegales para garantizarse jugosos contratos. Pero para que eso ocurra, es decir para que empresarios, trabajadores y mediadores —ahora parece que todo el mundo sabía y que todo el mundo callaba— debe existir un clima cultural que consienta e, incluso, aliente, esto de “aprovecharse” de los contactos para beneficiarse de manera inmoral y, casi siempre, ilegal.

En este país y esta comunidad autónoma tenemos una variante del homo emprendedoris que es el listillo, el que sabe ver una ‘oportunidad’ y la aprovecha. Da igual que sea estafando al Ayuntamiento de Madrid vendiendo mascarillas infladas de precio y vacías de calidad en plena crisis sanitaria o consiguiendo contratos de obra pública como churros a cambio de unos miles de euros que, sumados, hagan millonario a un individuo. Aquí los ‘pelotazos’ se celebran, incluso se bautiza una época así. El director del maravilloso documental El año de la invención de España, centrado en 1992, afirma: “Aquel año se legitima la cultura del pelotazo que arrancó en los ochenta, a su vez basada en el desarrollismo franquista; fue cuando las instituciones la absorbieron... En esos meses se creó el Ibex 35 y ahí están las empresas de los vencedores de la Guerra Civil”.

El “¿qué hay de lo mío?” del franquismo se transformó en una especie de locura colectiva en la que el que podía daba el pelotazo, y, al que su ‘listillismo’ no le alcanzaba, se conformaba con robar los pañales en el hospital, pedir una ayuda pública que no le correspondía o trabajar en ‘negro’ para vivir como blanco.

Si nos pusiéramos el espejo, casi todas y todos hemos participado en pequeños hechos de corrupción. En nuestro caso, la segunda definición de la palabra corrupción de la RAE —“Deterioro de valores, usos o costumbres”— no aplica, porque el deterioro viene de tan vieja data que forma parte del acerbo cultural.

Si no hubiera una cultura de la corrupción no funcionaría esta especie de omertà (ley del silencio) que permite que los corruptores se sienten en las mesas de restaurantes y eventos sin una sola mirada de recriminación, que llena las páginas de las revistas del corazón de fotos de bodas de familias cuya prestigio y fortuna se basa en corruptelas, que hace que las ayudas europeas al agro recaigan en las familias de terratenientes que nunca precisaron de ayuda —pero sí de marcos corruptos para desposeer a otros de tierras—, que ha convertido en ejemplos sociales a seres más que dudosos —de Antonio López y López a Mario Conde—.

Esta cultura de corruptores y corrupción también precisa de una capacidad cerval de ver la paja en el ojo ajeno mientras una viga atraviesa nuestra córnea. No hay nada como la barra de un bar cántabro o español para escuchar los ‘madrazos’ contra los corruptos mientras, casi en paralelo, se presume de un minipelotazo en el ayuntamiento local o del uso del tráfico de influencias para adelantar una cita con el quirófano: todo es corrupción siempre que lo haga el otro.

¿Todas y todos participamos de este contubernio degradado? No, por supuesto. Por eso hay que poner de ejemplo a los miles de funcionarios de Cantabria que ni roban, ni chantajean, ni cobran comisión; por eso hay que poner en valor a los alcaldes y alcaldesas, a las y los sindicalistas, a las y los empresarios que viven de forma honesta y que, cuando son tentados por los corruptores, prefieren ganar menos a ingresar en este selecto pero amplio club de la degeneración moral.

Habría que hablar menos de los corruptos y hablar más de los corruptores y de la cultura de la corrupción. El ejemplo social debería buscarse en la gente honesta e íntegra antes que en aquellas personas que logran grandes fortunas o bienes. Lo virtuoso en una sociedad democrática y decente debería ser lo moralmente digno y beneficioso para la vida en comunidad. Lo otro, el triunfo individual a toda costa y el Estado entendido como una fuente de enriquecimiento personal sólo nos lleva a donde estamos. Los que se hacen los sorprendidos por el caso de corrupción que tiene al mundo político de Cantabria alterado practican el cinismo; los que dicen aquello de “todo el mundo lo sabía” son cómplices; los que le restan importancia son enemigos de lo colectivo.

La mayoría de la ciudadanía asocia corrupción a funcionarios públicos o políticos. Sorprende tan poco la corrupción política que casi no tiene impacto en la elección de la papeleta electoral. La prueba está en que los dos principales partidos estatales —que se han repartido el poder central en estos 45 años a razón de 25 años el PSOE y casi 15 el PP— acumulan decenas de casos tremendos de corrupción pero siguen siendo los que marcan la política de este país y de la mayoría de sus comunidades autónomas.

Ahora, Cantabria se ve sacudida por el amaño de contratos a constructoras durante los últimos 20 años por parte de un funcionario específico que, o es un genio, o contaba con diferentes apoyos dentro y fuera de la consejería.