Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Los desposeídos
Cuando regresó a casa encontró a su mujer y a su hijo en la calle, sentados en el suelo junto a la puerta. No hemos podido abrir, dijo ella, no entra la llave. ¿Cómo que no entra la llave?, respondió él extrañado. Alfonso buscó en sus bolsillos e intento introducir la suya en la cerradura. Lo intentó en varias ocasiones pero no hubo manera. Qué raro, dijo Lucía. Sí que es raro, dijo él. Era otoño, aún no hacía frío pero estaba comenzando a anochecer y no estaban demasiado abrigados.
Alfonso comenzó a dar vueltas alrededor de la casa buscando una ventana abierta pero estaban todas cerradas. Lucía propuso ir a casa de Braulio, un vecino ya jubilado que siempre les regalaba tomates y verduras de su huerta. Es tarde, dijo ella, seguro que no le importa cuidar del niño mientras tú y yo averiguamos qué ha pasado y buscamos una solución. A Alfonso le pareció bien. La casa de su vecino estaba a tan solo cincuenta metros pero el cielo estaba muy cubierto y la calle tenía ese aspecto un poco tenebroso de los lugares que deben estar iluminados y no lo están. Están apagadas las farolas, lamento ella. Y las farolas, como si hubieran escuchado, se encendieron con un débil parpadeo. Alguna vez él había comentado, mientras contemplaban el atardecer en el porche, que las luces de las farolas, nada más encenderse, se tambalean igual que los potrillos recién nacidos hasta que poco a poco cogen fuerza y seguridad.
Doblaron la esquina y distinguieron la silueta de Braulio, estaba sentado en el suelo con la espalda apoyada en la puerta de su casa. Él se levantó nada más verlos, lo hizo torpemente, como si llevase en la misma postura mucho tiempo y le costase poner en marcha de nuevo sus músculos y sus articulaciones. Qué alegría veros, dijo Braulio, no sé qué demonios ha pasado pero no logro abrir. Alfonso y Lucía se miraron extrañados. A nosotros nos ha pasado lo mismo, dijo ella. Los tres se quedaron de pie un rato sin decir nada. El niño dormía en los brazos de Lucía. Podemos ir a casa de Alberto y Ana, sugirió Carlos, es la que está más cerca.
Comenzaron a andar un tanto inquietos y cuando llegaron se encontraron a Alberto y Ana en la calle. Hemos llamado a la policía y al cerrajero pero no hay manera de que nadie conteste, explicaron. Lo peor, dijeron, es que estamos convencidos de que hay alguien dentro de nuestra casa porque hemos escuchado algunos ruidos y se han encendido las luces de la planta superior aunque desde aquí abajo no llegamos a distinguir nada. ¡Mirad!, dijo de pronto Braulio señalando la cocina. La cocina tenía un gran ventanal que daba directamente al jardín y las luces acababan de encenderse. Las cortinas no dejaban ver del todo lo que sucedía en el interior pero pudieron distinguir a una pareja que se comportaba con normalidad. Parece que están haciendo la cena, comentó Carlos. ¡Haz algo!, le pidió Ana a Alberto. Y Alberto comenzó a aporrear las puertas y los cristales. Alguien gritó dentro de la casa. Fue un grito de terror que los desconcertó a todos. Unos segundos después una silueta masculina se acercó a la ventana y dijo: ¡Hemos llamado a la policía, márchense, no queremos problemas! ¡Pues que venga la policía, la casa es nuestra!, respondió Lucía fuera de sí.
El coche patrulla no tardó en llegar. Los agentes escucharon las explicaciones de los vecinos cuyas casas habían sido ocupadas. No hay nada que hacer, dijo uno de los policías, ha cambiado el orden. ¿Ha cambiado el orden?, preguntó Carlos. Sí, insistió el agente muy serio, ha cambiado el orden. Les aconsejo, continuó en tono amenazante, que se vayan y dejen de molestar si no quieren tener problemas. ¿Irnos a dónde?, preguntó Lucía. El policía se encogió de hombros y no dijo nada. Será mejor que nos vayamos, dijo Alberto. Comenzaron a caminar todos juntos y al pasar frente a la casa de Braulio pudieron distinguir claramente que la televisión estaba encendida y que al menos una persona estaba sentada en el sofá. El perro los ladraba furioso desde el jardín. Braulio se mostró muy apenado. No lo entiendo, dijo, siempre ha sido muy cariñoso conmigo. Quizá no te ha conocido, le tranquilizó Alberto al tiempo que le invitaba a no detenerse. En la casa de Lucía y Carlos se estaba celebrando una fiesta y a través de las ventanas, desde la oscuridad, contemplaron como hipnotizados a un grupo de personas que no dejaba de bailar. Además, su coche había desaparecido. Seguro que lo han guardado en el garaje, lamentó Carlos. El pueblo no está muy lejos, podemos ir andando, propusieron Ana y Alberto. No tardaremos más de media hora, calcularon.
Lo peor es que la carretera no estaba iluminada y eso les obligaba a andar a tientas por el arcén. De cuando en cuando aparecía un coche circulando a toda velocidad. Para evitar accidentes todos se salían a la cuneta y cuando el vehículo se alejaba volvían de nuevo a andar. En la carretera se fueron encontrando con otras personas que caminaban en la misma dirección. Todos habían sufrido el mismo percance. Cuando llegaron al pueblo eran tantos que nadie se se ofreció a darles cobijo. Durmieron todos juntos y un tanto avergonzados en el portal de la iglesia. De madrugada, unas personas descargaron de una furgoneta pan, galletas, mantas y botellas de agua. Comieron y bebieron con avidez, se taparon para intentar entrar en calor y volvieron a dormirse. Los despertó la policía antes del amanecer. No podéis estar aquí, les dijeron, ya tenemos suficientes problemas, lo mejor es que vayáis a la ciudad. Y todos, antes de que comenzará a salir el sol, comenzaron a caminar.
Cuando regresó a casa encontró a su mujer y a su hijo en la calle, sentados en el suelo junto a la puerta. No hemos podido abrir, dijo ella, no entra la llave. ¿Cómo que no entra la llave?, respondió él extrañado. Alfonso buscó en sus bolsillos e intento introducir la suya en la cerradura. Lo intentó en varias ocasiones pero no hubo manera. Qué raro, dijo Lucía. Sí que es raro, dijo él. Era otoño, aún no hacía frío pero estaba comenzando a anochecer y no estaban demasiado abrigados.
Alfonso comenzó a dar vueltas alrededor de la casa buscando una ventana abierta pero estaban todas cerradas. Lucía propuso ir a casa de Braulio, un vecino ya jubilado que siempre les regalaba tomates y verduras de su huerta. Es tarde, dijo ella, seguro que no le importa cuidar del niño mientras tú y yo averiguamos qué ha pasado y buscamos una solución. A Alfonso le pareció bien. La casa de su vecino estaba a tan solo cincuenta metros pero el cielo estaba muy cubierto y la calle tenía ese aspecto un poco tenebroso de los lugares que deben estar iluminados y no lo están. Están apagadas las farolas, lamento ella. Y las farolas, como si hubieran escuchado, se encendieron con un débil parpadeo. Alguna vez él había comentado, mientras contemplaban el atardecer en el porche, que las luces de las farolas, nada más encenderse, se tambalean igual que los potrillos recién nacidos hasta que poco a poco cogen fuerza y seguridad.