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El día cántabro de la gente (potencialmente) necesaria
Si escribiera lo que me pide la razón dedicaría esta columna al patético viaje del alcalde de Santander a Grecia o del magnífico chiste con el que me desperté ayer: la ciudad que desaparece se va a postular esta vez como capital mundial del libro. Comprobé si era 28 de diciembre y al constatar que se trataba de un vulgar 5 de junio pude ver con claridad que la pintura de paredes que se utiliza en el Ayuntamiento de la capital cántabra debe contener tóxicos por encima de lo permitido en una fiesta de farlopa financiada por la Púnica.
Si escribiera desde la rabia, el texto se centraría en la vicepresidenta de Cantabria y en su empleado para ese asunto marginal de la Cooperación (pobre muchacho) y en el bochorno que produce escucharlos ahora diciendo que no hay plaza para tanto refugiado cuando no se ha acogido ninguno y cuando recuerdo con claridad dolorosa a Eva Díaz Tezanos presumiendo -durante la presentación de la revolucionaria Elena Valenciano en marzo en Santander- del súper mega plan buenista para los refugiados que su Gobierno ya tenía diseñado y que no podía desarrollarse porque los de Madrid son remalos y ni nos dan tren de alta velocidad ni nos dejan ser solidarios.
Pero me apetece escribir con el corazón. Aún cansado por las 12 horas de encuentro ciudadano, plural y alegre en La Concha de Villaescusa, necesito felicitar de corazón a uno de los colectivos más sólidos y persistentes de Santander: Las Gildas. Ayer fue su fiesta de fin de temporada (¡la 18!) y, como cada año, miles de personas y unas cuantas decenas de perros nos reunimos para celebrar el día cántabro de la gente (potencialmente) necesaria. La fiesta de Las Gildas es una oportunidad para reconciliarse con la especie porque la alegría y el respeto por la diversidad se puede morder y hasta comer. Es tan emocionante, y no exagero, que dos de las preguntas que más se repite entre los asistentes es: “¿De dónde sale toda esta gente?” y “¿Esto es Cantabria?”.
Pues esa gente linda es de Cantabria o reside aquí. Desde que habito estos parajes trato de combatir la imagen negativa que mucha gente tiene de su propio territorio. La fiesta de Las Gildas es un buen momento para constatar que aquí, sí, en Cantabria, se reúnen en una campa casi infinita durante un día miles de personas que tratan de ser lo más decentes y coherentes en su vida cotidiana, son sensibles y, además, créanme, son muy simpáticas. Familias completas, muchos niños y niñas, también abuelos y abuelas, ecologistas, músicos, obreros, feministas, desempleados, internacionalistas o activistas de una decena de movimientos diferentes conviven con primerizos despistados, amigos del amigo del amigo, adultos que fueron niños cuando toda la maravillosa locura solidaria y colectiva de Las Gildas comenzó...
Hasta aquí todo bien: ¡mejor que bien! Pero yo habito en los “peros” y no me reprimo la necesidad de calificar la jornada de ayer como el día cántabro de la gente (potencialmente) necesaria porque necesitamos que esa gente linda se encuentre más a menudo y en otros contextos. Esa fuerza arrolladora que se concentra en el parque de Riosequillo es la que necesitamos para construir un modelo social, económico y cultural diferente, esa gente tan valiosa tiene el poder de cambiar las cosas si se decidiera a salir más de su entorno cercano y se enlazara con las causas y las alternativas que nos hacen mejores, que nos convierten en personas necesarias, que podrían contradecir a las mayorías silenciosas de Rajoy, y que podrían dejar de delegar en líderes viejos y nuevos para pasar a ser parte de un sujeto colectivo protagonista de un cambio desde debajo de verdad.
Sé que lo lúdico convoca, que las jornadas únicas son más viables que el trabajo continuado, que cada una de nosotras está involucrada en lo que puede o en lo que la vida le alcanza, pero vivimos tiempos aciagos, de barbarie y de degeneración de la moral colectiva y la realidad es que Cantabria y la especie necesita a todas las personas (potencialmente) necesarias para tener una nueva oportunidad.
Un abrazo gigante a todas Las Gildas (porque si no es gigante no se podría abarcar esa inmensa dosis de humanidad) y una rampa sin frenos para todas las personas que asistimos a una fiesta que, más allá del imprescindible encuentro, debe significar un punto de inflexión en la indolencia generalizada.
Cuando escribo con el corazón me olvido un poco de toda esa mediocre liga de políticos que se conforman con lo que ellos consideran posible. Cuando vivo cerca de tantos otros corazones me da por pensar que juntas podemos hacer casi cualquier cosa. Incluso, podemos salvar a esta especie y a esta sociedad abrumada por el olvido de sus tendencias suicidas.
Si escribiera lo que me pide la razón dedicaría esta columna al patético viaje del alcalde de Santander a Grecia o del magnífico chiste con el que me desperté ayer: la ciudad que desaparece se va a postular esta vez como capital mundial del libro. Comprobé si era 28 de diciembre y al constatar que se trataba de un vulgar 5 de junio pude ver con claridad que la pintura de paredes que se utiliza en el Ayuntamiento de la capital cántabra debe contener tóxicos por encima de lo permitido en una fiesta de farlopa financiada por la Púnica.
Si escribiera desde la rabia, el texto se centraría en la vicepresidenta de Cantabria y en su empleado para ese asunto marginal de la Cooperación (pobre muchacho) y en el bochorno que produce escucharlos ahora diciendo que no hay plaza para tanto refugiado cuando no se ha acogido ninguno y cuando recuerdo con claridad dolorosa a Eva Díaz Tezanos presumiendo -durante la presentación de la revolucionaria Elena Valenciano en marzo en Santander- del súper mega plan buenista para los refugiados que su Gobierno ya tenía diseñado y que no podía desarrollarse porque los de Madrid son remalos y ni nos dan tren de alta velocidad ni nos dejan ser solidarios.