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Diez años del ultimátum a España del Banco Central Europeo

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La recesión provocada por la burbuja financiera de 2008 está teniendo consecuencias profundas. Si en los años inmediatos hubo diferentes reacciones encaminadas a cuestionar la ideocracia neoliberal culpable de la crisis, a mediados de la década pasada un giro narrativo desde el plano vertical de las desigualdades al plano horizontal de las diferencias ha propiciado una eclosión de nacionalpopulismos.

El indicador más visible del efecto acumulado de la crisis es la desafección hacia la democracia. El interés por los años de Weimar en busca de analogías está emparentado con ello. El sustento de la analogía descansa en la correlación entre degradación de las condiciones de vida y seducción de las propuestas autoritarias. Aunque a menudo se estudia el populismo conservador desde el lado político, no cabe obviar la complicidad, directa o indirecta, entre nacionalpopulismo y neoliberalismo. Una muestra de esta complicidad es que el nacionalpopulismo ha puesto en la diana a los que atribuye el monopolio de la representación pero ha preservado de la crítica a quienes ostentan el monopolio de la producción, a la plutonomía de la oferta.

De esta manera el código neoliberal se ha impuesto como doxa oficial. En la genealogía de los fenómenos sociales hay una pieza que ilustra paradigmáticamente este imperialismo intelectual. Se trata de la carta enviada el 5 de agosto de 2011 por el presidente del Banco Central Europeo (BCE), Jean-Claude Trichet, cofirmada por Miguel Fernández Ordóñez, al presidente del Gobierno de España, José Luis Rodríguez Zapatero, con copia a la ministra de Economía, Elena Salgado. La carta es elocuente desde el sintagma del encabezamiento, en mayúsculas y en negrita: “ESTRICTAMENTE CONFIDENCIAL”. No hace falta una alta definición analítica para mostrar su disonancia con los patrones del funcionamiento democrático.

En cuanto al contenido, las cuatro páginas de la carta se centran en tres apartados típicos: el mercado de trabajo, la política fiscal y monetaria envuelta en el eufemismo de la “sostenibilidad de las finanzas públicas” y, con menor detalle, el mercado de productos donde se recomienda “aumentar la competitividad en el sector servicios”. El efecto de esta carta queda de manifiesto en varios aspectos de indudable impacto sobre la vida pública española: la modificación urgente del artículo 135 de la Constitución al mes siguiente, la reforma laboral (2012), la eliminación de Educación para la Ciudadanía en las aulas (2013: más relacionada con el elemento conservador pero funcional para el autoritarismo neoliberal) y la Ley Orgánica de Seguridad Ciudadana, popularmente denominada Ley Mordaza (2015), cuya reforma pide insistentemente Amnistía Internacional. Un balance ciertamente impactante para un documento confidencial.

Lo que tiene de ejemplar la carta del BCE es que ilustra de manera tangible los aspectos principales del credo neoliberal, con el añadido, tan ilustrativo de la externalización de la política, de que se hace desde una institución pública. Entre esos aspectos cabe destacar, como telón de fondo, la imposición de la superstición monetaria enmascarada en el celofán de la austeridad. Fueron dos los sustentos teóricos principales de este dogma: Carmen Reinhart y Ken Rogoff, de un lado, y los “Bocconi boys”, de otro. Sobre los primeros cabe decir que aunque se descubrió un error en la hoja de cálculo de la que dedujeron que el crecimiento cae en picado cuando la deuda supera el 90%, nunca mostraron signos de pesar. Los segundos tienen una relación directa con nuestro tema. Según muestra Mark Blyth (Austerity: The history of a dangerous idea), fue el grupo de los italianos Alberto Alesina y Silvia Ardagna quienes dieron alas a la idea de la ‘austeridad expansiva’, que se injertó en la ortodoxia y arrinconó las propuestas de reformar el capitalismo. En abril de 2010 estos economistas protagonizaron una sesión especial ante el Consejo Europeo de Ministros y a partir de allí la tesis se hizo carne en las declaraciones de la Comisión y el BCE.

En el verano de 2010 la austeridad era dogma y de ello es prueba la carta de marras escrita apenas cuatro meses después de la sesión de apostolado con los tres mandamientos de los “bocconi boys”: recortes en las prestaciones del estado de bienestar (a menudo referidos como reformas estructurales y responsables del estrangulamiento de la sanidad pública, entre otros), moderación salarial y devaluación interna. Ningún interés por la política fiscal. Sus análisis son altamente cuestionables, no así sus efectos. Con razón se preguntó Paul Krugman “¿cómo la economía de la austeridad ejerció tal fascinación en la opinión de las élites en aquel momento?”. La econocracia es la respuesta, no de una manera distinta a como capturaron las mentes otras supersticiones en el pasado.

Las medidas austericidas se expresaron en tres flancos principales: las relaciones laborales, las prestaciones bienestaristas (gasto público) y el vaciamiento de la sustancia democrática. No son una especificidad, pero las particularidades del mercado de trabajo español suponen unos impactos diferenciales mayores en lo tocante al ámbito laboral. Entre los fenómenos que expresan el deterioro se encuentra la fragmentación del puesto de trabajo, las formas de trabajo precario, las condiciones impuestas por las plataformas, contratos por horas, falsos autónomos, uberización, kellyficación, etc. En el origen de todo está una desregulación; pero no se usa tal término sino un eufemismo gemelo de austeridad: flexibilidad; el conjunto de fuerzas que doblegan a la gente, en palabras de Richard Sennet. El Índice de Derechos Globales 2021 de la Confederación Sindical Internacional avala estas tendencias. Chris Baldry y Jeff Hyman han establecido una analogía entre el deterioro del planeta por el cambio climático y el deterioro del trabajo por las reformas estructurales: una misma lógica extractivista está a la base de ambos. El apocalipsis de la Amazonía es el contrapunto de la apoteosis de Amazon.

La merma de sueldos y derechos laborales se completó con el impacto de los recortes sociales, reflejados en los que un ministro de Economía, hoy en el BCE, llamó unos presupuestos ‘agresivos’; un término de connotaciones inequívocas. Las listas de espera de la dependencia son un indicador fiel de ese estado de cosas, no desde luego el único como han explicado estudios solventes. El desmantelamiento del estado de bienestar tiene antecedentes tristes en la izquierda; fue Bill Clinton, afín a la Tercera Vía,  quien engrasó su campaña presidencial de 1992 con la promesa de “terminar con el estado de bienestar tal como lo conocemos”.

Pero no se trata solamente de un ataque al aspecto social del Estado, también lo es al carácter democrático. La voluntad popular ha sido cortocircuitada de diferentes formas, no solo por la carta motivo de esta columna. Recordemos el papel complementario de “los hombres de negro” y las agencias de calificación como instrumento de amedrentamiento de la opinión pública y de presión sobre los gobiernos. No lejos de ellas se encuentra un enjambre de consultoras y asesorías que juegan un papel decisivo desde los escalones técnicos de las administraciones.

Si se quiere una evaluación global de la econocracia basta con fijarse en la gráfica de la desigualdad. El último informe Oxfam se titula 'El virus de la desigualdad'. No es solo un mal hispánico. En la comunista China el coeficiente Gini ha subido quince puntos entre 1990 y 2015. El aumento de la desigualdad, con su cortejo de calamidades, es inmune a la crisis. Todos los pensadores clásicos insistieron en que no hay política razonable si no se pone límites a la desigualdad. La econocracia ha roto en los últimos cincuenta años este consenso histórico sin abandonar la cantilena cínica de la meritocracia. Hoy se multiplican, sincronizadas, la riqueza y la pobreza. No faltan razones para preguntarse por la responsabilidad de las ideas inductoras de lo que cabe calificar de crímenes económicos contra la humanidad.

Como ha señalado Jonathan Aldred, la economía reinante es una patente de corso y lo ha corrompido todo. La lógica del beneficio a cualquier precio ha sido favorecida por el desarrollo de las tecnológicas que han conformado la ingeniería algorítmica en el sistema operativo que regula las conductas y los ritmos. De modo que el ser humano vive hoy en una carrera permanente para adaptarse a un mundo en permanente cambio; en una obsolescencia programada de nuestro mobiliario mental, social y moral. El sociólogo Richard Sennet escribía en La corrosión del carácter. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo (2000: 155): “Un régimen que no proporciona a los seres humanos ninguna razón profunda para cuidarse entre sí no puede preservar por mucho tiempo su legitimidad.”

En esas estamos. Históricamente el universalismo y el racionalismo han sido las herramientas principales para la emancipación. Hoy nos encontramos aprisionados entre la cleptocracia neoliberal que abomina de lo público y el wokismo identitario que abomina de lo común, entre la espada de lo privado y la pared de lo propio. El autoritarismo populista no puede aspirar, por activa o por pasiva, a mejores padrinos. 

La recesión provocada por la burbuja financiera de 2008 está teniendo consecuencias profundas. Si en los años inmediatos hubo diferentes reacciones encaminadas a cuestionar la ideocracia neoliberal culpable de la crisis, a mediados de la década pasada un giro narrativo desde el plano vertical de las desigualdades al plano horizontal de las diferencias ha propiciado una eclosión de nacionalpopulismos.

El indicador más visible del efecto acumulado de la crisis es la desafección hacia la democracia. El interés por los años de Weimar en busca de analogías está emparentado con ello. El sustento de la analogía descansa en la correlación entre degradación de las condiciones de vida y seducción de las propuestas autoritarias. Aunque a menudo se estudia el populismo conservador desde el lado político, no cabe obviar la complicidad, directa o indirecta, entre nacionalpopulismo y neoliberalismo. Una muestra de esta complicidad es que el nacionalpopulismo ha puesto en la diana a los que atribuye el monopolio de la representación pero ha preservado de la crítica a quienes ostentan el monopolio de la producción, a la plutonomía de la oferta.