Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Discursos paralelos
Quedo para cenar con un viejo revolucionario cargado de anécdotas y entre otras me cuenta su panfletada más gloriosa. Sucedió un día en que sus colegas de partido lo dejaron solo con una mochila llena de octavillas que había que aventar con urgencia. El método clásico consistía en arrojarlas al aire en diferentes lugares de la ciudad, cuantos más mejor. Lo normal era coger un autobús de línea, bajarse en una plaza pública, esperar la llegada de otro autobús que fuera en la dirección contraria y cuando llegaba, justo antes de subirse, lanzar los panfletos y desaparecer de escena. No había móviles, pero cualquier pasajero o el mismo conductor podían avisar por señas a la policía si se cruzaban con ellos, luego era necesario bajar en la siguiente parada, desplazarse a pie hasta otra ruta y vuelta a empezar. Funcionaba bien si lo hacía un grupo numeroso de militantes, en un espacio de breve de tiempo, pero un hombre solo se arriesgaba demasiado y probablemente sería detenido y encarcelado. Era un tema serio.
Con la ayuda de un miembro del partido que trabajaba en la estación central de los autobuses, el hombre se coló de madrugada en las cocheras y colocó sobre el techo de toda la flota pequeños paquetes de octavillas previamente humedecidas. A la mañana siguiente, según circulaban los autobuses, los panfletos de se iban secando al viento y en cosa de horas toda la ciudad estaba sembrada de consignas revolucionarias. “Casi cinco mil octavillas”, me dice con orgullo, “cuando cinco mil era un número importante”. Inevitablemente, hablamos del poder de la información, de la capacidad de difusión actual de las ideas gracias a Internet. Supongo que le alegra su existencia pero me dice, con el cinismo propio de Oscar Wilde: “Cuando los dioses quieren castigarnos, atienden nuestras plegarias.” Y añade que nunca se había inventado nada tan contra-revolucionario como Internet.
Según su teoría, Internet se parece a una asamblea general multitudinaria que, precisamente por su tamaño, resulta ineficaz. Demasiada gente hablando a la vez y cada cual empeñado en defender solo su punto de vista. No hay verdadero diálogo por culpa de la inmediatez de respuesta. Hasta el discurso mejor elaborado y certero se ve expuesto a la demolición por parte de un conjunto excesivo de personas que lo utilizan como disculpa para elaborar un discurso paralelo, el suyo, de manera que el mensaje original queda anulado en cuestión de minutos:
“¿No te has fijado que cuanto más impecable es un análisis político de la situación actual, aumenta exponencialmente el número de ataques hasta lograr que se dude de su bondad o su validez? Si aciertas de pleno, el primer comentario será: ‘Tú no sabes lo que es el fascismo’, o bien: ‘No he pasado del primer párrafo porque aburres a las ovejas.’ Eso sin mencionar los insultos y los ataques personales. Y como se te ocurra opinar, sobre todo si es a favor, del feminismo, de la homosexualidad o de Cataluña, sin ser mujer, o gay o catalán, te caerá encima una horda de gente con lupa, escrutando, falseando, si es preciso mintiendo; y si has dicho España eres españolista por no decir ‘estado invasor español’, si has dicho LGTB serás un ‘Cishetero’ por no decir LGTBIQ, que no te enteras, o te tacharán de machista porque crees que hay que racionalizar la ‘discriminación positiva’. En el fondo da igual lo que digas, solo importa que seas atacable. Si lo eres te demuelen, si no, te ignoran. Tu valor depende de la posibilidad de crear a tu costa discursos paralelos. Y lo hace la gente a la que apoyas, los de tu bando, con más fiereza que si fueras del bando contrario, joder.”
El viejo revolucionario se cabrea y entonces hablamos de censura, de autocensura, de posverdad, de la ley mordaza, de lo sospechoso que le parece que se haya permitido la expansión descontrolada de Internet, de la destrucción de una herramienta global de información que podía haber sido positiva por la inexistencia de un código deontológico básico, de que importe más enseñar un teta que vender un tanque, del hecho irrefutable de que Internet nos esté convirtiendo en más machistas, más fascistas, más xenófobos, más incultos y menos educados. “No sabemos lo que somos, ni qué significa ser, pero sí que somos en el tiempo, ya lo decía Heidegger, así que ha sido tan simple como poner en nuestras manos un acelerador del tiempo para acabar con nosotros. Quemamos las ideas antes de afianzarlas. La prisa no nos deja reflexionar. Le estamos haciendo al pensamiento lo mismo que las centrales nucleares al medio ambiente.”
Es lo que pasa con los viejos revolucionarios, que tienen perspectiva. Les han tumbado tantas veces sus ideas, sus iniciativas, que hablar con ellos deja un cierto regusto amargo. Por eso me comenta que está pensando en descontaminarse, abandonar las redes sociales en las que es tan activo, cerrar su blog y no volver a hablar de nada en absoluto. “No lo hagas, o la asociación metafísica española te echará la bronca por mezclar nada y absoluto en una misma frase.” Reímos por no llorar y para que se anime le paso el móvil con un artículo de Jamie Bartlett donde habla del auge de la extrema derecha en Internet. Lo lee con calma y luego asiente y enseña las garras. Es un gato callejero, aunque parezca agotado jamás se rinde.
Quedo para cenar con un viejo revolucionario cargado de anécdotas y entre otras me cuenta su panfletada más gloriosa. Sucedió un día en que sus colegas de partido lo dejaron solo con una mochila llena de octavillas que había que aventar con urgencia. El método clásico consistía en arrojarlas al aire en diferentes lugares de la ciudad, cuantos más mejor. Lo normal era coger un autobús de línea, bajarse en una plaza pública, esperar la llegada de otro autobús que fuera en la dirección contraria y cuando llegaba, justo antes de subirse, lanzar los panfletos y desaparecer de escena. No había móviles, pero cualquier pasajero o el mismo conductor podían avisar por señas a la policía si se cruzaban con ellos, luego era necesario bajar en la siguiente parada, desplazarse a pie hasta otra ruta y vuelta a empezar. Funcionaba bien si lo hacía un grupo numeroso de militantes, en un espacio de breve de tiempo, pero un hombre solo se arriesgaba demasiado y probablemente sería detenido y encarcelado. Era un tema serio.
Con la ayuda de un miembro del partido que trabajaba en la estación central de los autobuses, el hombre se coló de madrugada en las cocheras y colocó sobre el techo de toda la flota pequeños paquetes de octavillas previamente humedecidas. A la mañana siguiente, según circulaban los autobuses, los panfletos de se iban secando al viento y en cosa de horas toda la ciudad estaba sembrada de consignas revolucionarias. “Casi cinco mil octavillas”, me dice con orgullo, “cuando cinco mil era un número importante”. Inevitablemente, hablamos del poder de la información, de la capacidad de difusión actual de las ideas gracias a Internet. Supongo que le alegra su existencia pero me dice, con el cinismo propio de Oscar Wilde: “Cuando los dioses quieren castigarnos, atienden nuestras plegarias.” Y añade que nunca se había inventado nada tan contra-revolucionario como Internet.