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Opinión - Un tercio de los españoles no entienden lo que leen. Por Rosa María Artal

DNI

Todo comenzó cuando perdí la cartera con mi documentación: DNI, carné de conducir, tarjetas de crédito, tarjeta de la seguridad social y, también, el carné de socio de la biblioteca municipal de Santander. Menuda faena, pensé. Acudí rápidamente a la policía. Los agentes fueron muy amables, entendieron mi angustia y me dieron un trato preferente para que pudiera salir con rapidez de esa rara situación en la que un hombre no puede demostrar que es quien dice ser. No se preocupe, me explicó una funcionaria veterana, su huella dactilar no miente, cada huella es única y las tenemos todas digitalizadas. Más de cuarenta millones de españoles, explicó con cierto orgullo, han colocado su dedo índice en una máquina como esta.

El escáner digitalizó la huella muy lentamente mientras crecía en mí una extraña inquietud: la de que por algún fallo informático mis datos no aparecieran y me quedara indocumentado para siempre. Sin embargo, al cabo de unos segundos, mis datos aparecieron. Aquí está, exclamó satisfecha la funcionaria, le voy a hacer un duplicado. ¿Ha cambiado de domicilio?, preguntó. Sigo viviendo en el mismo sitio, respondí yo. La mujer se levantó y se acercó a una máquina del tamaño de un armario en la que, al parecer, se imprimían los documentos.

Perdone, le dije muy confundido cuando tuve entre mis manos el nuevo DNI, creo que se ha producido un error. ¿Un error?, repitió ella. Sí, un error, insistí yo. Me han cambiado el nombre. Yo me llamo Carlos Soutullo Incera y aquí pone Florencio Martínez Gutiérrez, que además de ser un nombre feísimo no es el mío. La funcionaria me miró muy seria y dijo: es imposible que se haya producido un error. Perdone, le repliqué un poco enojado, pero imagino que sabré yo mejor que usted quién soy y cómo me llamo. Mi tono no pareció agradarle y, un poco a la defensiva, insistió en que el proceso de identificación no admitía fallos. Se lo he explicado antes, repitió, su huella dactilar es única.

Estupefacto y un poco aturdido miré con atención el documento. El número de identificación era el mismo de siempre y estaba claro que el hombre de la fotografía era yo. Pero mi nombre no era mi nombre y al dar la vuelta al carné comprobé que tampoco coincidían ni el lugar de nacimiento, ni los nombres de mis padres, ni la dirección de mi domicilio. A ver, protesté, aquí pone que he nacido en Torrelavega y yo soy de Santander de toda la vida, además mis padres se llaman Jacinto y María Antonia y no Lucio y Felisa, a esos señores que dicen ustedes que son mis padres yo no los conozco de nada. Y luego está lo de la dirección. Yo vivo en la calle Castelar, con unas vistas maravillosas a la bahía, y aquí pone que vivo en un barrio en las afueras. Y será un barrio estupendo, no le digo yo que no, pero no lo vaya a comparar con ver el mar por la ventana nada más levantarse.

La funcionaria me escuchó muy seriamente y sentenció: la máquina no se puede confundir, nunca ha ocurrido. Me está diciendo, dije levantando la voz, que no sé cómo me llamo, quiénes son mis padres o dónde vivo. Le digo, respondió la mujer ya irritada, que nuestras bases de datos nunca mienten y que el sistema es infalible. Yo no sé si tiene usted, continuó, un problema de memoria, tiene problemas de identidad, es un delincuente que quiere falsear su documentación o me está tomando el pelo. Su huella dactilar, dijo con severidad, dice que usted se llama Florencio Martínez Gutiérrez. Y le puedo decir, concluyó visiblemente enfadada, que si no le gusta su nombre hay procedimientos legales para cambiarlo, que si no le gusta su casa tiene la opción de mudarse y que si quiere renegar de sus padres es asunto suyo. Acto seguido pulsó un botón y un letrero luminoso indicó que el número A64 se podía acercar a la mesa 7.

Me quedé tan conmocionado que no supe ya qué decir, así que me levanté y salí a la calle como si hubiese perdido no sé qué batalla. Regresé dando un paseo por el muelle, necesitaba que me diese el aire y quería aclararme las ideas antes de explicarle a mi mujer qué había sucedido. Pero al llegar a mi casa el portero del edificio, que vestía siempre con un traje impecable, no me reconoció. Perdone, ¿a dónde se dirige?, preguntó. Paco, contesté, no me tomes el pelo que no tengo un buen día. ¿Nos conocemos?, dijo él extrañado. Coño Paco, soy Carlos, del tercero izquierda. Discúlpeme, respondió muy educado pero un poco incómodo, pero en el tercero izquierda vive desde que trabajo aquí doña Claudia, una mujer de ochenta años con sus tres gatos. ¿Tres gatos?, fue lo único que acerté a decir. Para cerciorarme me dirigí al ascensor pasando por delante del portero que, indeciso, pareció dudar entre dejarme subir o impedirme el paso.

Doña Claudia resultó ser una mujer adorable. Me invitó a un té y escuchó con atención lo que me había sucedido. Ella se limitó a encogerse de hombros y a sonreír, como si yo fuera un loco inofensivo. Incluso me dejó ver la casa, que era exactamente igual que la mía pero decorada de otra manera. Los tres gatos se frotaban contra mis piernas y no dejaban de ronronear. Venga a la terraza, ya verá que vistas más bonitas, es el mejor sitio de Santander, me dijo. Y sí, las vistas eran buenísimas aunque, claro, eso ya lo sabía porque esa misma mañana había desayunado allí. Mientras mirábamos la bahía, con los veleros muy blancos y las montañas al fondo, doña Claudia me dijo: ¿Y por qué no prueba a ir a la dirección en la que según su nuevo carné vive usted? Me pareció una idea fantástica y hasta me puso contento pensar que quizá mi mujer me estaba esperando allí. Así que me despedí con precipitación y cogí un taxi que me llevó al extrarradio.

El piso estaba en un edificio situado entre un gran centro comercial y una empresa metalúrgica. Llamé al timbre. ¿Diga?, preguntó una voz femenina que no reconocí. Soy yo, contesté. Acto seguido abrieron la puerta. Al salir del ascensor encontré la casa abierta así que entré como si entrara en mi propio hogar. El piso estaba decorado de una manera que me resultaba familiar. Por ejemplo, los libros eran más o menos los mismos que tenía en mi casa anterior y una de las paredes estaba pintada en verde pistacho, que es mi color favorito. Una mujer salió del baño con el pelo mojado y una toalla alrededor de su cuerpo. Estaba en la ducha, he escuchado el timbre de milagro, dijo, ¿te has vuelto a dejar las llaves en el trabajo? Ya sabes que soy un desastre, respondí encogiéndome de hombros. La mujer se rió y me besó con una pasión con la que hacía años que no me besaba nadie. La cosa se me fue de las manos y, bueno, acabamos desnudos en la cama. Fue extraño porque era una desconocida pero se comportaba conmigo como si me conociera de toda la vida. Y a mí ella, pese a ignorarlo todo sobre su identidad, me resultaba íntimamente familiar. Floren, Floren, Floren, suspiraba.

Todo era tan raro pero al mismo tiempo tan conocido que me acostumbré pronto a mi nueva vida. Mi mujer actual me gusta más que la anterior aunque la vivienda me parece mucho peor y aún hoy me pongo un poco melancólico cada vez que miro por la ventana y veo las chimeneas de la vieja fábrica. Es en esos momentos cuando voy a visitar a doña Claudia. Ella suele preparar un té y, después, nos sentamos a conversar de cosas sin importancia y contemplamos plácidamente la bahía mientras los gatos hacen equilibrismos sobre la barandilla de la terraza.

Todo comenzó cuando perdí la cartera con mi documentación: DNI, carné de conducir, tarjetas de crédito, tarjeta de la seguridad social y, también, el carné de socio de la biblioteca municipal de Santander. Menuda faena, pensé. Acudí rápidamente a la policía. Los agentes fueron muy amables, entendieron mi angustia y me dieron un trato preferente para que pudiera salir con rapidez de esa rara situación en la que un hombre no puede demostrar que es quien dice ser. No se preocupe, me explicó una funcionaria veterana, su huella dactilar no miente, cada huella es única y las tenemos todas digitalizadas. Más de cuarenta millones de españoles, explicó con cierto orgullo, han colocado su dedo índice en una máquina como esta.

El escáner digitalizó la huella muy lentamente mientras crecía en mí una extraña inquietud: la de que por algún fallo informático mis datos no aparecieran y me quedara indocumentado para siempre. Sin embargo, al cabo de unos segundos, mis datos aparecieron. Aquí está, exclamó satisfecha la funcionaria, le voy a hacer un duplicado. ¿Ha cambiado de domicilio?, preguntó. Sigo viviendo en el mismo sitio, respondí yo. La mujer se levantó y se acercó a una máquina del tamaño de un armario en la que, al parecer, se imprimían los documentos.