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Las doce en punto
Los vecinos de Virtus estaban expectantes porque Ernesto Palacio, el hijo pequeño de los molineros, acababa de regresar de América. Se marchó con quince años en un barco desde Santander y había regresado de visita, por primera vez, a punto ya de cumplir los cincuenta. La vida en Virtus se organizaba en torno a la luz solar, el ganado y las cosechas. Nada había cambiado desde su partida. Era un pueblo pequeño y tranquilo, de unos doscientos habitantes. Su llegada fue todo un acontecimiento. Tenía que pasar un par de meses en España, por negocios, y quería, de paso, reencontrarse con el lugar en el que había vivido durante su infancia.
Ernesto Palacio reunió, tras la misa del domingo, a todos los vecinos en la plaza. Algunos lo miraron con recelo, sabedores de que el niño pobre que apenas recordaban se había convertido en un hombre rico del que habían escuchado lejanas historias y al que íntimamente envidiaban. Otros lo observaron con la esperanza de conseguir un buen trabajo para sus hijos en alguna de sus fábricas. Él se encaramó a la fuente y se hizo el silencio. Entonces dijo: soy uno de vosotros, me siento un vecino más de Virtus y quiero hacer algo por este pueblo que es el mío. Después, sonriente, señaló la torre de la iglesia y anunció: he encargado al mejor relojero de Madrid un reloj para que en Virtus, a partir de ahora, podáis saber qué hora es. Dejaréis de guiaros por la luz del sol, continuó, y seréis dueños de vuestro tiempo. No hay nada más valioso e importante que el tiempo, sentenció.
Ernesto Palacio hizo una señal y un camión entró en la plaza. Era el segundo vehículo a motor, tras el coche en el que el propio Ernesto había llegado, que atravesaba las calles del pueblo. Los niños corrieron a su alrededor y comenzaron a tocar la chapa y los neumáticos. El conductor, por turnos, dejó que los pequeños se pusieran al volante. Más tarde abrió el capó y les enseñó el motor. Unos hombres descargaron la maquinaria guiados por un anciano muy bien vestido que les daba indicaciones precisas mientras repetía una y otra vez: es delicado, es delicado. Tras una semana de trabajo minucioso el relojero comunicó a Ernesto Palacio que todo estaba listo. El pueblo entero participó en la fiesta. Se mataron dos terneras y se recolectaron las mejores verduras de las huertas. El reloj se puso en marcha a las doce en punto y todos aplaudieron.
Ernesto Palacio regresó a América y se llevó consigo a ocho jóvenes a los que prometió trabajo y educación. Los vecinos de Virtus, agradecidos por el obsequio pero tristes por la pérdida de sus hijos, retornaron a su vida y poco a poco el reloj comenzó a ser el centro de la actividad en el pueblo. Las mujeres pedían a sus maridos que llegaran puntuales. Los niños debían regresar a casa no al anochecer sino a las siete, con independencia de que fuese verano o invierno. Los jornaleros comenzaron a trabajar no por faena sino con un horario y el maestro ajustó el tiempo que había que pasar en la escuela. Virtus se convirtió, gracias al reloj, en el pueblo más ordenado y próspero de todo el valle de Valdebezana.
El resto de las localidades miraban con envidia la torre de su iglesia y algunas, incluso, hicieron colectas para intentar comprar un reloj propio aunque no lo consiguieron. Los habitantes de Virtus se sentían más civilizados gracias al reloj, que sonaba con una fuerza tal que podía ser escuchado en varios kilómetros a la redonda de tal manera que todos podían saber qué hora era en cada momento. El tiempo es valioso, les había dicho Ernesto Palacio. Y el reloj les recordaba que cada segundo del día podía ser aprovechado.
Muchos años más tarde Ernesto Palacio regresó al pueblo. El hombre, que comenzaba a ser un anciano, paseó por las calles asfaltadas. Observó que Virtus había crecido mucho desde su última visita, las casas eran más grandes y habían prosperado también los negocios. Los vecinos le saludaban con prisa mientras señalaban a la torre de la iglesia y le recordaban que llegaban tarde a algún sitio. Ernesto paseó cabizbajo por los campos, se refrescó en el arroyo y fue visto muchas veces sin hacer nada a la sombra de un árbol muy grande. Con lo que este hombre ha sido, se lamentaban en voz baja en el pueblo. Es un fantasma de lo que fue, decían.
El primer domingo tras su llegada convocó a los vecinos en la plaza. Todos se preguntaban qué obsequio prodigioso les regalaría en esta ocasión y soñaban con los beneficios que ese regalo desconocido generaría en el pueblo. Ernesto Palacio se encaramó nuevamente a la fuente. Llevaba en su mano una escopeta. Todo el mundo se quedó en silencio y él dijo: soy uno de vosotros, me siento un vecino más de Virtus y quiero hacer algo por este pueblo que es el mío. Cuando cesaron los aplausos continuó: no hay nada más valioso e importante que el tiempo. Y acto seguido se llevó la escopeta al hombro y apuntó al reloj de la torre de la iglesia que en ese momento marcaba las doce en punto.
Los vecinos de Virtus estaban expectantes porque Ernesto Palacio, el hijo pequeño de los molineros, acababa de regresar de América. Se marchó con quince años en un barco desde Santander y había regresado de visita, por primera vez, a punto ya de cumplir los cincuenta. La vida en Virtus se organizaba en torno a la luz solar, el ganado y las cosechas. Nada había cambiado desde su partida. Era un pueblo pequeño y tranquilo, de unos doscientos habitantes. Su llegada fue todo un acontecimiento. Tenía que pasar un par de meses en España, por negocios, y quería, de paso, reencontrarse con el lugar en el que había vivido durante su infancia.
Ernesto Palacio reunió, tras la misa del domingo, a todos los vecinos en la plaza. Algunos lo miraron con recelo, sabedores de que el niño pobre que apenas recordaban se había convertido en un hombre rico del que habían escuchado lejanas historias y al que íntimamente envidiaban. Otros lo observaron con la esperanza de conseguir un buen trabajo para sus hijos en alguna de sus fábricas. Él se encaramó a la fuente y se hizo el silencio. Entonces dijo: soy uno de vosotros, me siento un vecino más de Virtus y quiero hacer algo por este pueblo que es el mío. Después, sonriente, señaló la torre de la iglesia y anunció: he encargado al mejor relojero de Madrid un reloj para que en Virtus, a partir de ahora, podáis saber qué hora es. Dejaréis de guiaros por la luz del sol, continuó, y seréis dueños de vuestro tiempo. No hay nada más valioso e importante que el tiempo, sentenció.