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1 de enero, otra vez

Una señora muy mayor me dijo una vez: “No te lo vas a creer pero ayer tenía tus años”.  Que la vida iba en serio ya nos lo advirtió Jaime Gil de Biedma pero, pese a todo, parece que no hay otra manera de aprender esa lección que experimentar en la propia piel cómo el tiempo parece que pasa cada vez más rápido. Y digo “parece que pasa” porque todo se reduce a una cuestión de percepción, imagino que tenga que ver con tomar conciencia de la limitación de nuestra vida.

En la juventud uno no piensa en esas cosas, y aunque las piense no las tiene interiorizadas como algo que a uno verdaderamente le puedan afectar porque uno está en el tráiler y solo ha dado un sorbo a la cola-cola y casi no ha metido mano a las palomitas y la vida adulta y la vejez son cosas muy muy muy lejanas, ciencia ficción aunque nos digamos a nosotros que son verdad. Pero llega un momento en el que ese algo lejano comienza a ser no ya presente sino pasado y es entonces cuando uno tiene posibilidad de medir porque ha vivido lo suficiente como para calcular bien las distancias.

Uno de los primeros recuerdos de mi vida está relacionado con una cajera de un supermercado en la calle Marqués de la Hermida: para hacerme reír ella guiñaba alternativamente el ojo izquierdo y el ojo derecho y, en una ocasión, me regaló un sobre con cromos del Mundial de España. En el sobre, en letras grandes, estaba escrito “1982”. Y a mí aquello me parecía el colmo del futuro, no podía haber un futuro más allá de esa fecha.

En mi cabeza no entraba el año 2016 como no entrará en la cabeza de un niño de seis años de hoy el año 2050. Pero tras el mundial del 82 vino otro mundial y luego otro y más tarde vinieron las Olimpiadas de Barcelona y el oro de Fermín Cacho y a mí aún hoy me parece raro que una persona que naciera después de 1992 ya tenga edad para votar. Y luego llegaron internet, los teléfonos móviles, el efecto 2000, el 11-S (con lo de antes y lo de después), el euro, la burbuja inmobiliaria, la crisis allá por el 2007, las redes sociales y hace poco más de tres años la invasión del WhatsApp.

Si uno tiene amigos con los que se tomaba cervezas hace ya veinte años debe asumir que su juventud quedó atrás. Y no hay almas jóvenes en cuerpos adultos o en cuerpos viejos. Puede haber adultos o viejos vitales, vigorosos y alegres pero la vitalidad no tiene nada que ver con la juventud, al menos con lo que entiendo yo por juventud. La juventud para mí es una inocencia, un estreno de la vida, una energía que se desprende de las primeras veces. Y es, pienso, irrepetible e incompatible con la experiencia. Podremos ser alegres, vitales, vigorosos, pero no jóvenes. Fermín Cacho tiene ya 45 años y yo tengo ya más edad de la que tenían mis padres cuando a mí me regalaban sobres de cromos en el supermercado. La vida es rara, rara y rápida, no hay mucho más que decir.

Una señora muy mayor me dijo una vez: “No te lo vas a creer pero ayer tenía tus años”.  Que la vida iba en serio ya nos lo advirtió Jaime Gil de Biedma pero, pese a todo, parece que no hay otra manera de aprender esa lección que experimentar en la propia piel cómo el tiempo parece que pasa cada vez más rápido. Y digo “parece que pasa” porque todo se reduce a una cuestión de percepción, imagino que tenga que ver con tomar conciencia de la limitación de nuestra vida.

En la juventud uno no piensa en esas cosas, y aunque las piense no las tiene interiorizadas como algo que a uno verdaderamente le puedan afectar porque uno está en el tráiler y solo ha dado un sorbo a la cola-cola y casi no ha metido mano a las palomitas y la vida adulta y la vejez son cosas muy muy muy lejanas, ciencia ficción aunque nos digamos a nosotros que son verdad. Pero llega un momento en el que ese algo lejano comienza a ser no ya presente sino pasado y es entonces cuando uno tiene posibilidad de medir porque ha vivido lo suficiente como para calcular bien las distancias.