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Los espejos

Las fotografías no tienen piedad. Lo mismo da que hayas conquistado la cumbre del Everest, hayas hecho carrera con el contrabando de cigarrillos, te hayan coronado con laurel en los juegos florales de tu pueblo o que mujeres de todas las razas hayan peregrinado hasta tu cama en busca de una reliquia, de un manantial o de un descendiente, porque en cualquier instante, por lo general inesperado, sobre un aparador, entre libros, bajo un puñado de facturas o dentro de un desordenado cajón, encontrarás una fotografía donde difícilmente te reconocerás.

Las fotografías, como la guadaña de la muerte, a todos nos igualan ya que la única manera de convertirse en inmortal es posando ante una polaroid. Durante estas semanas de mayo resulta difícil no tropezarse con algún fotógrafo en muchas de las ceremonias religiosas a las que no nos queda más remedio que acudir: comuniones, bodas, bautizos... En estas celebraciones, entre hojaldre y hojaldre, abstemios como un profeta musulmán o más bebidos que un guardamarina en un burdel de Amsterdam, los invitados se ofrecen sonrientes ante el objetivo -de un modo imprudente, a mi juicio - pareciendo no recordar que con el transcurrir de los años esa fotografía no será más que una prueba palmaria de los estragos que el tiempo comete no solo con nuestros cuerpos sino también con el de las personas que amamos, soportamos o traicionamos.

Hay fotografías luminosas, cierto, donde nos mostramos en todo nuestro breve esplendor, pero también hay fotografías de una refinada crueldad; fotografías donde perseveramos en nuestros errores; instantáneas, por ejemplo, donde besamos apasionadamente a alguien a quién abandonamos, donde le reímos las gracias a quién nos terminó vendiendo por un puñado de monedas o donde aparecemos vestidos como si fuéramos a asistir a un concierto de la orquesta Topolino. Las fotografías en realidad lo único que nos dicen es la manera tan antigua que tenemos de ver las cosas; y seguramente por eso en las actuales fotografías de Mariano Rajoy siempre se acaba vislumbrando el siglo XIX de la España de toros, limpiabotas, vírgenes milagreras, músicos ambulantes, sopas de ajo sorbidas y grandes partidas de dominó.

En fin, en todas estas celebraciones, propias de mayo, no hago más que evitar fotógrafos, ya que para reconocerme, la verdad, prefiero los espejos. Hasta el momento ninguno de ellos ha cometido la descortesía de devolverme la imagen de lo que fui, con quién fui, como fui, como pude ser o como ya nunca, ¡ay!, seré.

Las fotografías no tienen piedad. Lo mismo da que hayas conquistado la cumbre del Everest, hayas hecho carrera con el contrabando de cigarrillos, te hayan coronado con laurel en los juegos florales de tu pueblo o que mujeres de todas las razas hayan peregrinado hasta tu cama en busca de una reliquia, de un manantial o de un descendiente, porque en cualquier instante, por lo general inesperado, sobre un aparador, entre libros, bajo un puñado de facturas o dentro de un desordenado cajón, encontrarás una fotografía donde difícilmente te reconocerás.

Las fotografías, como la guadaña de la muerte, a todos nos igualan ya que la única manera de convertirse en inmortal es posando ante una polaroid. Durante estas semanas de mayo resulta difícil no tropezarse con algún fotógrafo en muchas de las ceremonias religiosas a las que no nos queda más remedio que acudir: comuniones, bodas, bautizos... En estas celebraciones, entre hojaldre y hojaldre, abstemios como un profeta musulmán o más bebidos que un guardamarina en un burdel de Amsterdam, los invitados se ofrecen sonrientes ante el objetivo -de un modo imprudente, a mi juicio - pareciendo no recordar que con el transcurrir de los años esa fotografía no será más que una prueba palmaria de los estragos que el tiempo comete no solo con nuestros cuerpos sino también con el de las personas que amamos, soportamos o traicionamos.