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De excepcionales estados de excepción... y otras crisis económicas

Mucho se está debatiendo en estos días, en círculos jurídicos, la cuestión de si el estado de alarma dictado por el Gobierno de España y convalidado y renovado por el Congreso de los Diputados es, en realidad, un estado de excepción encubierto. La cuestión, que presenta, según algunos, aristas jurídicas, también tiene importantes consecuencias políticas: el estado de excepción otorga especiales poderes al Estado para afectar gravemente al orden constitucional, suspendiendo derechos fundamentales de los ciudadanos e, históricamente, se asocia a periodos de retrocesos democráticos.

Por ello es preciso resaltar, ya ahora, que la decisión fue del Gobierno y que después ha sido validada en sede parlamentaria. En términos políticos, esto significa que el Gobierno optó por un estado, como mínimo, más respetuoso y garantista para los derechos de los ciudadanos, apartándose, con ello, de tentaciones autoritarias. Las críticas, sin embargo, arrecian, impulsadas por quienes quieren acabar con el estado de alarma y con cualquier tipo de restricción -de movimiento, para trabajar, etcétera.- y, por quienes quieren que “se supere el estado de alarma”, para que se dicte -por considerarlo jurídicamente más correcto- estado de excepción, con las tensiones que conlleva.

Aunque, por la gravedad de la situación que estamos viviendo, este debate pueda parece superfluo, la necesidad de ajustar las actuaciones de los poderes públicos a la legalidad es irrenunciable en un Estado de Derecho y, especialmente, ante situaciones excepcionales, como la que estamos viviendo. De modo que, en términos jurídicos, la valoración de la decisión del Congreso de validar, primero, y prorrogar, después, el estado de alarma requiere responder a la cuestión de si existe una base legal que avale la decisión gubernativa y parlamentaria de impedir a los ciudadanos el ejercicio pleno de las libertades y derechos reconocidos en la Constitución, pues, el problema se plantea, evidentemente, en relación con las concretas y estrictas medidas de confinamiento. A tales efectos, se afirma que el estado de alarma solo autoriza a limitar los derechos y libertades, pero no a afectar a su “contenido esencial”, que es lo que haría el Real Decreto 463/2020, por el que se declara el estado de alarma. O dicho de otro modo, que el que se nos impida salir de casa; ir al trabajo o a la playa, no solo limita nuestras libertades y derechos, sino que las suprime, como si de una pena privativa de libertad domiciliaria se tratare.

Pues bien, en este punto es preciso distinguir dos cuestiones distintas, y en este orden: si el estado de alarma, primero, y las medidas concretas dictadas en este estado de alarma, después, cuentan con apoyo legislativo. Ya ha sido dicho que el estado de alarma, previsto en la Constitución y en la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, está previsto, precisamente, para epidemias sanitarias. Luego, la primera de las cuestiones está superada y restaría por ver si las concretas medidas -nuestro tan drástico confinamiento y los efectos que de ello se derivan- también cuentan con aval legislativo. Para ello hay que buscar en otra ley orgánica, en este caso la LO 3/1986, de 14 de abril, de Medidas especiales en Materia de Salud Pública que permite al Gobierno (art. 3) dictar “las medidas oportunas para el control de los enfermos y […] las medidas que considere necesarias en caso de riesgo”. De modo que, deberíamos analizar si las medidas adoptadas son las necesarias para aplanar la curva de contagios y proteger la salud y la vida de las personas. En este punto se puede considerar que hay que dejar morir a algunos para salvar la economía, pero, desde luego, no se puede negar que para evitar muertes y contagios, estas durísimas medidas son necesarias y útiles.

Puestas en una balanza la economía (y la más que previsible y grave crisis económica que se nos avecina) y la vida y la salud de las personas, cada cual puede pensar lo que considere oportuno, ciertamente, pero nuestro ordenamiento jurídico nos da los criterios para decidir: la vida y la salud deben primar sobre cualquier otro valor o interés. De ser esto así, el Gobierno no solo ha adoptado las medidas necesarias para proteger la vida y la salud de los ciudadanos sino que, además, jurídicamente no podía dejar de hacerlo.

Y esta es la situación: el futuro es incierto; se avecina una crisis de proporciones difícilmente cuantificables; pero, entre la bolsa y la vida, creo que nuestra Constitución también elige la vida.

Mucho se está debatiendo en estos días, en círculos jurídicos, la cuestión de si el estado de alarma dictado por el Gobierno de España y convalidado y renovado por el Congreso de los Diputados es, en realidad, un estado de excepción encubierto. La cuestión, que presenta, según algunos, aristas jurídicas, también tiene importantes consecuencias políticas: el estado de excepción otorga especiales poderes al Estado para afectar gravemente al orden constitucional, suspendiendo derechos fundamentales de los ciudadanos e, históricamente, se asocia a periodos de retrocesos democráticos.

Por ello es preciso resaltar, ya ahora, que la decisión fue del Gobierno y que después ha sido validada en sede parlamentaria. En términos políticos, esto significa que el Gobierno optó por un estado, como mínimo, más respetuoso y garantista para los derechos de los ciudadanos, apartándose, con ello, de tentaciones autoritarias. Las críticas, sin embargo, arrecian, impulsadas por quienes quieren acabar con el estado de alarma y con cualquier tipo de restricción -de movimiento, para trabajar, etcétera.- y, por quienes quieren que “se supere el estado de alarma”, para que se dicte -por considerarlo jurídicamente más correcto- estado de excepción, con las tensiones que conlleva.