Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
La flaqueza del pesimismo
Yo cuando era (aun) más joven lo que quería ser es pesimista. Sí, pesimista, uno de esos que tiene siempre la boca curvada, los ojos un poco cerrados, que parece mirar al mundo como si el mundo fuera un lugar postapocalíptico que ya nada pudiera darle. De los que escuchaban grunge, y parecían moverse siempre un poquito despacio, y vestían a la última, y nunca, nunca se vendían. Porque ellos, ellos, sabían de qué iba el tema. Todos condenados, tío. Para qué vamos a hacer nada. Sienta aquí, conmigo, y dejemos pasar el tiempo hasta que el tiempo juegue a pasearse, muerto, por delante de nosotros. Quietecitos, que lo de hacer cosas cansa de cojones.
Evidentemente la estética tenía poco que ver con mis ambiciones. Mucho menos la metafísica, claro. No, yo quería ser pesimista porque los pesimistas se llevaban a un montón de chicas, incluso a algunas interesantes y poco sosas. Además cuando iban cumpliendo años los pesimistas que sabían leer (había algunos, no se crean) pasaban a ser existencialistas, que es parecido pero mucho más chic, y te citaban a Sartre, a veces hasta bien, y te decían no sé qué gaitas de Camus y Montparnasse. Y, de nuevo, desataban pasiones. Como si las pasiones, las de verdad, estuviesen alguna vez atadas.
Yo, como les digo, quería ser pesimista, pero es que no me daba, ya lo siento. La ropa negra sí, esa vale, pero más porque afina a ojos de los demás que por otra cosa, que a esas alturas ya se me iba poniendo cuerpo de escritor. Y luego Sartre, pues oigan, que muy bien, a veces tiene su punto, pero en muchas otras es un plomo de mucho cuidado. Y, además, menos gaitas, que bien que estuvo durante la ocupación nazi publicando sin mayores problemas. Ya me entienden, ni resistance, ni Marsellesa, ni nada. Así que por ahí no me iban a pillar.
Porque nada, que no me salía. Y mira que puse de mi parte. Si llegaba una tarde lluviosa me acodaba a la ventana a ver las negras nubes, a pensar que esa tempestad habitaba también mis demonios interiores blablablá. Pero no había manera, porque pronto me ponía a mirar las gotitas en los cristales, a apostar por alguna de ellas en las carreras que hacían a causa de la gravedad (la ley, no la mía interna), a dibujar chorradas sobre la superficie empañada. En pocas palabras, intentaba ser un pesimista, incluso un pesimista ilustrado, pero me salía antes mi vena de gilipollas. Y como una de las dos visiones era impostada y la otra surgía de forma natural pues…
Así que no pude convertirme en un tipo que arrastrase una, emocionalmente abrumadora, pose cool. Fue mi sino, seguramente. Está bien, con todo, conocer los propios límites. Yo sé que si veo un perro intentaré acariciarle aunque venga directo del mismísimo infierno y de sus tres cabezas solo una de ellas me mire amistosamente. Sé, también, que iré por la calle mirando las nubes y sacando pareidolias, y que cuando tenga unas cuantas me inventaré una historieta sobre por qué esa ballena se ha juntado con el mapa de la Unión Soviética y la cabeza de Dalí para perseguir a un balón de fútbol y un vaso de vino blanco, peleón. Más aun, no tengo ninguna duda de que si alguien en mi presencia se hace el interesante diciendo algo en inglés y tiene una mala pronunciación yo me lanzaré, raudo, con mi nunca aplaudida imitación de Chiquito. Lo sé, es superior a mí. Así que intento evitar actos sociales en los que puedan ocurrir esas cosas. Prevención, lo llaman. ¿Ven lo importante que es haber conocido los límites propios?
Ahora ya me he rendido. Soy un triste optimista. Uno de esos que le intenta buscar la sonrisa a cualquier situación. Bueno, casi siempre, y si no se la busco yo alguien de mi alrededor me ayuda a verla. Pienso que hay un montón de cosas por hacer y que aun podemos hacerlas, yo incluido. Sospecho que aun se me tienen que escapar muchas palabras de las yemas de los dedos y que, por pura estadística, alguna hasta saldrá buena. Y fantaseo, que es una cosa que me encanta. Qué historia esconderá esa colilla tirada en la calle. Qué secretos hay en el hombre con la mirada perdida en la parada de autobús. Y así juego. A crear. A ser. No he logrado la pose atormentada, qué le voy a hacer. Pero he visto un montón de versos correteando por entre las olas…
Yo cuando era (aun) más joven lo que quería ser es pesimista. Sí, pesimista, uno de esos que tiene siempre la boca curvada, los ojos un poco cerrados, que parece mirar al mundo como si el mundo fuera un lugar postapocalíptico que ya nada pudiera darle. De los que escuchaban grunge, y parecían moverse siempre un poquito despacio, y vestían a la última, y nunca, nunca se vendían. Porque ellos, ellos, sabían de qué iba el tema. Todos condenados, tío. Para qué vamos a hacer nada. Sienta aquí, conmigo, y dejemos pasar el tiempo hasta que el tiempo juegue a pasearse, muerto, por delante de nosotros. Quietecitos, que lo de hacer cosas cansa de cojones.
Evidentemente la estética tenía poco que ver con mis ambiciones. Mucho menos la metafísica, claro. No, yo quería ser pesimista porque los pesimistas se llevaban a un montón de chicas, incluso a algunas interesantes y poco sosas. Además cuando iban cumpliendo años los pesimistas que sabían leer (había algunos, no se crean) pasaban a ser existencialistas, que es parecido pero mucho más chic, y te citaban a Sartre, a veces hasta bien, y te decían no sé qué gaitas de Camus y Montparnasse. Y, de nuevo, desataban pasiones. Como si las pasiones, las de verdad, estuviesen alguna vez atadas.