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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Fuerzas superiores

Tememos a la naturaleza cuando, fuera de sí, es capaz de convertir en frágil lo que creíamos sólido: una carretera se arruga como el papel, un paseo marítimo se deshace como si fuera de arena, una farola se retuerce y quiebra. Lo sólido se resquebraja y sentimos, a un tiempo, terror y júbilo. Terror porque nos asomamos a fuerzas que no podemos controlar y que son capaces de llevarse por delante todo lo que parecía estable. Júbilo, precisamente, porque descubrimos que la estabilidad es un espejismo. Lo incontrolable es un imán que nos atrae y repele a la vez. Nos gusta saber que hay cosas que no dependen de nosotros pero, a la vez, esa certeza nos aterroriza. Por eso nos acercamos a los acantilados los días de tormenta pero calculamos, al hacerlo, la distancia adecuada para poder sobrecogernos sin ser arrastrados por el oleaje.

Cuando la naturaleza se desata las personas se sienten de pronto muy pequeñas porque asumen que no tienen el control. El puente de hormigón que soportaba el paso de vehículos de gran tonelaje aparece partido en dos por la fuerza de un río que sentíamos inofensivo antes de su crecida. El rascacielos que nos parecía inamovible se tambalea y cae cuando entran en juego fuerzas más grandes que la suya. Nos llevamos entonces las manos a la cabeza sorprendidos. Nos sorprendemos porque hemos olvidado que la fortaleza es solo una ilusión.

Es la fragilidad el único lugar donde encontrar algo que se pueda parecer a una verdadera solidez. Por eso son más resistentes los árboles que se doblan. Por eso el agua, acostumbrada a romperse tantas veces, resiste sin inmutarse el ataque de la proa de los barcos. No es más fuerte el que pelea heroico contra algo que escapa a su control sino el que lo acepta y asume su debilidad. No es mayor la fortaleza de quien lucha con todas sus fuerzas contra la enfermedad y la muerte sino la de quien, reconociendo su íntimo estremecimiento, se entrega con naturalidad al zarandeo al que lo someten las fuerzas superiores de la naturaleza.

Tememos a la naturaleza cuando, fuera de sí, es capaz de convertir en frágil lo que creíamos sólido: una carretera se arruga como el papel, un paseo marítimo se deshace como si fuera de arena, una farola se retuerce y quiebra. Lo sólido se resquebraja y sentimos, a un tiempo, terror y júbilo. Terror porque nos asomamos a fuerzas que no podemos controlar y que son capaces de llevarse por delante todo lo que parecía estable. Júbilo, precisamente, porque descubrimos que la estabilidad es un espejismo. Lo incontrolable es un imán que nos atrae y repele a la vez. Nos gusta saber que hay cosas que no dependen de nosotros pero, a la vez, esa certeza nos aterroriza. Por eso nos acercamos a los acantilados los días de tormenta pero calculamos, al hacerlo, la distancia adecuada para poder sobrecogernos sin ser arrastrados por el oleaje.

Cuando la naturaleza se desata las personas se sienten de pronto muy pequeñas porque asumen que no tienen el control. El puente de hormigón que soportaba el paso de vehículos de gran tonelaje aparece partido en dos por la fuerza de un río que sentíamos inofensivo antes de su crecida. El rascacielos que nos parecía inamovible se tambalea y cae cuando entran en juego fuerzas más grandes que la suya. Nos llevamos entonces las manos a la cabeza sorprendidos. Nos sorprendemos porque hemos olvidado que la fortaleza es solo una ilusión.