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Gallinas

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Como integrante del pueblo de Santander, visité el viernes 26 de junio la ciudad de Torrelavega. No lo hago con la frecuencia que merece un sitio por el que siempre tuve simpatía. Por un lado, de allí es uno de mis abuelos; por el otro, es un punto de siempre vinculado al trabajo, por lo que está mejor contenida la hidalga estupidez que en Santander cabalga desbocada.

De niño recuerdo en Torrelavega ver ejecutar un arte que no se practica en otras latitudes. Allí los jubilados no echaban el rato mirando cavar zanjas: iban a ver dirigir el tráfico, que era un trabajo mucho más bonito.

Había un guardia municipal que no se conformaba con ordenar la circulación como mero oficio; decidido a considerar su tarea como el desempeño de un arte elevado, gesticulaba serena y ampulosamente. En lugar de señalar simplemente con la mano «usted puede pasar ahora», exhibía todo el recorrido del gesto que permitían sus brazos; levantando la mano hacia lo alto, haciéndola oscilar 270º sin doblar el codo hasta la dirección adonde permitía dirigirse: el conductor así autorizado a avanzar olvidaba que estaba en el cruce de Cuatro Caminos, Torrelavega, y se creía en Versalles. ¡Hay que ver lo educados que son los guardias franceses!

En realidad, no es con Francia con lo que, debido a los colores de su bandera, suele relacionarse la llamada capital del Besaya. Hace años entablamos amistad con un joven ruso que recorría Europa, pagándose el viaje vendiendo latas de caviar. Su destino final para pasar el verano era precisamente Torrelavega: quería aprender portugués allí. Nos pareció lo más natural del mundo, desde luego, aunque nos sorprendió lo bien informados que estaban en Rusia.

En fin, hay motivos varios para visitar la ciudad sin ningún propósito especial, pero el viernes fui por ver su feria del libro. A estas alturas del año, el pasado había visitado (y atendido una caseta) las de Madrid y Santander: muchas horas de feria de libros. Pero ahora, por lo de la pandemia, la de Torrelavega es la primera en la que le admiten a uno sin mediar pantalla, convenientemente enmascarado e higienizado. ¿Qué quiere que le diga? A los aficionados a los libros nos gustan las ferias, igual que a los aficionados al vino les gustan los simposios. Hace ilusión ver que con la que está cayendo todavía se puede tocar libros y encontrarse con otros aficionados.

La tercera edición de esta feria se celebró en las fechas previstas desde el principio, y contó con 22 casetas. En ella estaban buena parte de las librerías de la región, varias de ellas radicadas en la propia ciudad. Y editoriales; de la docena larga de las activas en Cantabria, al menos cuatro están en Torrelavega.

Donde además hay creadores, por supuesto, varios de ellos presentes en la feria. Otros no están por aquí, tuvieron que emigrar. Como Sara Morante, admirada ilustradora del cartel de la Feria del Libro de Madrid del año pasado; y la traductora Luisa Gutiérrez Ruiz, que ha vertido varios títulos del finés y del alemán para la editorial cántabra El desvelo.

Algún creador torrelaveguense emigró antes y más lejos, como Rafael Barrett. Barrett marchó en 1903 a Sudamérica, donde habló de «seres prendidos a una prosa como la atmósfera de un sueño», dice Miguel Ángel Chica en este mismo periódico. Conoció un éxito breve, pero fue «décadas después de su muerte [cuando] jóvenes escritores como Augusto Roa Bastos o Jorge Luis Borges reclamarán el valor de su obra y extraerán del olvido al gran anarquista».

Barrett era hidalgo (su segundo apellido es Álvarez de Toledo). Nada impide, en principio, que un hidalgo tenga inteligencia, pero la urgencia por defender su posición social, y el trato con sus iguales, le imposibilitan su ejercicio completamente. Fue el desclasamiento, primero, lo que abrió los ojos de Barrett: «Desde que soy desgraciado amo a los desgraciados, a los caídos, a los pisados». Y la enfermedad, más tarde, lo que convirtió en escritor a un vehemente hombre de acción.

La obra de Barrett ya estaba publicada en España (y mucho antes en Latinoamérica), pero ahora el Zorro Rojo recobra uno de sus títulos, Gallinas, con contundentes ilustraciones de Clara-Iris. El principio del relato que lo abre se ha citado merecidamente cien veces: «Mientras no poseía más que mi catre y mis libros, fui feliz. Ahora poseo nueve gallinas y un gallo, y mi alma está perturbada».

Yo ahora poseo Gallinas (me lo vendió con mucho empeño —y acierto— un librero en la Feria de Torrelavega) y mi alma está perpleja, que es su estado natural, pero también feliz. Perviven las ferias del libro y hay generosas vetas de inteligencia por doquier.

Como integrante del pueblo de Santander, visité el viernes 26 de junio la ciudad de Torrelavega. No lo hago con la frecuencia que merece un sitio por el que siempre tuve simpatía. Por un lado, de allí es uno de mis abuelos; por el otro, es un punto de siempre vinculado al trabajo, por lo que está mejor contenida la hidalga estupidez que en Santander cabalga desbocada.

De niño recuerdo en Torrelavega ver ejecutar un arte que no se practica en otras latitudes. Allí los jubilados no echaban el rato mirando cavar zanjas: iban a ver dirigir el tráfico, que era un trabajo mucho más bonito.