Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
La guerra de las etiquetas
En 1903, el Congreso de los Diputados afrontó una sesión histórica. ¿Adivinan de qué se trataba? ¿De la destrucción de la flota unos años antes? ¿De la miseria que correteaba por el país? ¿Del rearme en Alemania e Inglaterra? En absoluto. El Congreso dedicó su tiempo a lo que se dio a conocer como la 'Guerra de los sombreros' y que se llevó por delante al gobernador civil de Madrid, don Juan de la Cierva y Peñafiel.
Una orden gubernativa de don Juan había prohibido que las damas acudieran a los espectáculos teatrales con sus no menos espectaculares tocados, ante las quejas de los espectadores que tenían la desgracia de sentarse detrás de tan graciosas damiselas.
Esto generó una corriente de quejas y desplantes entre la aristocracia y gentes de la Corte, apabulladas por la impertinencia del gobernador, quien no comprendía algo obvio: uno no va al teatro a ver, sino a que le vean.
Gloria Laguna, jovencita pícara y descarada ella, marquesa por más señas, acudió a un teatro el último día antes de la prohibición con tal descomunal tocado que el público se preguntaba cómo aquella delicada flor podía sostener con su delgado cuello aquella ordalía faunística de palomas y pájaros en general. Hubo silbidos y gritos de “¡Fuera! ¡Fuera!” e incluso invitaciones por parte del respetable a que echase a volar las palomas en el Retiro, a lo que la de Laguna, muy cáustica ella, replicó: “Diga usted al gobernador que, en lugar de quitar sombreros, debía dedicarse a quitar gorros”.
Obvio, los obreros y menestrales nunca han tenido buen gusto (ni suelen ir al teatro).
De la Cierva cayó y fue sustituido por el conde de San Luis, quien modificó el decreto para que se pudiera seguir acudiendo a los teatro ensombrerada siempre y cuando 'la vista de la escena no tenga interés', cosa harto sorprendente de oír, pero que no hay que echar en saco roto, porque como decía, en un teatro, lo de menos es ver lo que acontece en escena.
Traigo esto a colación porque en nuestra beatífica capital del sardinerismo, prueba palpable de que los problemas de calado andan encarrilados o resueltos, nuestras autoridades municipales andan entretenidas con debates de alta sofisticación, como el recientemente acaecido acerca del etiquetado del mobiliario urbano como aviso a navegantes para los vándalos.
Esto está muy bien y lo aplaudo. Este gran logro social de los concejales de Ciudadanos, paladines de la nueva política, a los cuales no hace falta etiquetar porque todos sabemos que las dietas que cobran se las tienen bien ganadas, da por sentado algo que solo los malpensados discuten de forma torticera: la extraordinaria afición por la lectura de los vándalos y su gran disposición a la penitencia y el acto de contrición ante campañas de sensibilización del gasto público que comportan sus fechorías.
Sí, señoras y señores. Mientras usted lee esto, hay decenas, qué digo decenas, hordas de vándalos campando por las calles de Santander leyendo etiquetas en papeleras, bancos (no confundir con las instituciones dedicadas al latrocinio), mupis y barandillas, atónitos todos ellos ante el dispendio público que ocasionan. No ha de descartarse, en este sentido, una procesión de flagelantes, a la hora del rosario, en la que los 'macas' arrinconen sus cadenas de oro y sus llaveros prendidos del cinto, en la que desfilen por la Avenida de Calvo Sotelo azotándose las magras carnes en acto de arrepentimiento.
Es más, yo propondría elevar el etiquetado a su más alta eclosión y cubrir de pegatinas a funcionarios, enfermos, demandantes de servicios sociales, parados, jubilados, emigrantes y pájaros. Y en un ejercicio de lo más smart, sustituir el etiquetado con chips sensibles al movimiento que lleven incorporados dispositivos de audio y vídeo que sensibilicen a los jubilados (no confundir con vándalos) sobre el importe de gasto que conlleva admirar las vistas de la bahía sentados cómodamente en una bizarra bancada.
Porque se trata de esto. Este debate no es nuevo. Acuérdense cuando un alto dignatario propuso restregar por las narices de los enfermos hospitalarios una 'factura en la sombra' del gasto que estaban acarreando. Está claro que cuando uno va a un hospital aquejado, por ejemplo, de un infarto, lo primero que quiere saber es cuántas incomodidades y gastos ocasiona y ver al administrativo antes que al médico. Como uno, en esos trances, no está para mirar papeles, es una pena no sacar de debajo de la almohada la vida laboral y todos los impuestos pagados en una vida, y me imagino que por esta razón no prosperó la iniciativa, además de por ser un insulto y una criminalización del contribuyente.
Sensibilizar al ciudadano del gasto que comporta es llamarle a la cara carga social y disuadirle de la utilización de los servicios a que tiene derecho y por los que ha pagado con sus impuestos. Y esta es una dinámica de los nuevos tiempos: el ciudadano solo tiene existencia fiscal, es decir, solo es contribuyente. A la hora de recibir, que espere, ajo y agua, porque es un gorrón y un gasto improductivo.
Todo esto lleva aparejado un afán por desmovilizar, por desistir de reclamar lo que antes era un derecho y lo que ahora es una carga. Como verán, nada que ver con el vandalismo. Pero si los ciudadanos son una carga, ¿qué son sus representantes públicos, aparte de la risión del respetable?
En 1903, el Congreso de los Diputados afrontó una sesión histórica. ¿Adivinan de qué se trataba? ¿De la destrucción de la flota unos años antes? ¿De la miseria que correteaba por el país? ¿Del rearme en Alemania e Inglaterra? En absoluto. El Congreso dedicó su tiempo a lo que se dio a conocer como la 'Guerra de los sombreros' y que se llevó por delante al gobernador civil de Madrid, don Juan de la Cierva y Peñafiel.
Una orden gubernativa de don Juan había prohibido que las damas acudieran a los espectáculos teatrales con sus no menos espectaculares tocados, ante las quejas de los espectadores que tenían la desgracia de sentarse detrás de tan graciosas damiselas.