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Un Guinness contra 27 muertes
Los tambores de guerra en la frontera de Ucrania nos devuelven (a los mayores) a la pantalla oscura de la Guerra Fría. Merece la pena rescatar un episodio de ese periodo. En el Libro Guinness de los récords se lee: “Vesna Vulović, 23 años, azafata, cayó desde 10.160 metros en la cola de un DC9 que explotó encima de Česká Kamenice el 26 de febrero de 1972. Estuvo 27 días en coma y 16 meses en el hospital”. El dato necesita tres añadidos: 1) la azafata se recuperó por completo, aunque nunca recobró la memoria de lo ocurrido; 2) recibiría embelesada en 1985 el galardón de “superviviente a la mayor altura sin paracaídas” de manos de su ídolo Paul McCartney, y 3) en 2009 perdería esta condición, y no porque nadie hubiera caído desde más alto.
Se cumplen, pues, cincuenta años desde el terrible episodio que da pie a esta columna. El vuelo JAT 367, que cubría el trayecto entre Copenhague y Zagreb, explotó en el aire en territorio checoslovaco; de las 28 personas que lo ocupaban solo se salvó Vesna Vulović; y ese milagro fue utilizado como pantalla para lo demás. La versión oficial de las autoridades de Checoslovaquia y Yugoslavia aseguraba que la causa fue un maletín bomba atribuido a un grupo ultranacionalista croata de filiación ustacha (seguidores de Ante Pavelić, el dirigente coaligado con los nazis, exiliado en el Madrid de Franco y enterrado en la sacramental de San Isidro). Había piezas para la plausibilidad de la atribución, pero había también conveniencias.
La plausibilidad descansa en la realidad del ultranacionalismo croata, uno de los colectivos terroristas más activos durante la Guerra Fría, como muestra Mate Nikola Tokic en Croatian radical separatism and diaspora terrorism during the Cold War (2020). Compuesto por personas de la inmigración, operó en países repartidos por el planeta, de Australia a Estados Unidos, con un balance de 128 actuaciones entre 1962 y 1980 según los cálculos de Denis Pluchinsky; algunas tan sonadas como la ocupación de consulados en Suecia o Estados Unidos. El mismo día que explotó el DC-9, una bomba hirió a seis personas en un tren Viena-Zagreb. Entre los hechos más destacados figura el secuestro de dos aviones, uno sueco el mismo año 1972, después de asesinar en ese país al embajador yugoslavo en 1971, y otro con alta resonancia retrospectiva, porque se produjo un 11 de septiembre en Nueva York, a la vez que estallaba una bomba en la Estación Central que mató a un policía. Un año después del golpe de Pinochet, otro 11 de septiembre. Los secuestradores obligaron a la tripulación y sus 92 pasajeros a dirigirse a París, donde se entregaron a las autoridades tras haber conseguido que cuatro cabeceras importantes publicaran sus manifiestos reivindicativos y miles de folletos fueran arrojados desde el aire en ciudades europeas y norteamericanas. El Manchester Journal Inquirer señala la satisfacción de los secuestradores por la publicidad conseguida en su denuncia de la ayuda que el gobierno de Estados Unidos prestaba a Tito, al que acusaban de llevar a cabo una represión brutal contra la población croata. Reivindicaban un estado independiente.
Para el lado de las conveniencias: la atribución interesaba a las autoridades yugoslavas, que vivían momentos difíciles por la represión de las movilizaciones de la “primavera croata”, que Tito, croata, vinculó con el nacionalismo ustacha, presionado también por los oficiales serbios. En diciembre de 1971 fueron obligados a dimitir los líderes de la Liga Comunista croata acusados de nacionalismo, lo que suscitó numerosas protestas estudiantiles. Se prohibió la sociedad cultural Matica Hrvatska y varios medios. Hubo purgas masivas en el partido y miles de detenciones. Asegura el eslavista Paul Garde que entre estas víctimas se reclutaría veinte años después el personal de la Croacia independiente, empezando por Franjo Tudjman, un admirador de Franco y del Valle de los Caídos. En ese contexto, cargar las muertes a los terroristas fascistas croatas venía bien a Tito. Pero también venía bien a las autoridades checas que habían cercado la zona impidiendo el acceso y justificado la tesis de la bomba mostrando un temporizador. Les interesaba enmascarar un error para lo que contaban con el beneplácito de las autoridades yugoslavas. Según Walter Laqueur (Una historia del terrorismo) existían vínculos entre la Unión Soviética y el movimiento terrorista croata.
Como es sabido, la Guerra Fría define la relación entre los dos bloques, occidental y oriental, capitalista y comunista, la OTAN y el Pacto de Varsovia. Yugoslavia, pronto enfrentada a Stalin, ocupó un lugar protagonista en el Movimiento de Países No Alineados (MPNA), constituido formalmente en su primera conferencia celebrada en Belgrado. Esta condición habría provocado alguna respuesta, siquiera simbólica, de malestar ante el ataque a un avión civil. Es probable que consideraciones internas, como el cuestionamiento de su autoridad y el malestar de ciertos sectores que le afeaban una respuesta débil frente a las movilizaciones croatas, coadyuvara a dar por buena la versión oficial checoslovaca.
Pero esta versión fue puesta en cuestión en 2009 por los periodistas Peter Hornung y Pavel Theiner, quienes, a partir de documentos desclasificados y algunas entrevistas, sugirieron que la causa del derribo no fue la bomba de la versión oficial sino los disparos de un MIG checo. Según estos periodistas, el DC9 habría perdido altura y se habría acercado a una instalación sensible con armas nucleares. Aducían también, que a la vez que volaba el JAT 367 lo hacía un aparato con el líder soviético Leónidas Brezhnev y el dirigente de la RDA Eric Honecker tras una conferencia en Praga (recuérdese, después de la “normalización” tras la primavera aplastada del 68). Los periodistas refieren el testimonio de algunos lugareños que declararon haber visto el avión en llamas pero entero debajo de las nubes, es decir, mucho más cerca que los 10.000 ms., antes de estallar; la reducida superficie que cubrieron los restos del aparato invitaba a pensar que la desintegración se habría producido a unos 800 metros. Esto impugnaba la versión oficial difundida.
El elemento portentoso de la supervivencia de la azafata tenía todos los ingredientes para saturar los focos de la atención y distraer de todo lo demás. Vesna se había convertido en una celebridad y en una heroína nacional. Los 27 muertos pasaron al olvido y los medios se interesaron por buscar explicaciones para ese portento ciertamente merecedor del Guinness. La nueva versión sacó a la azafata de sus páginas: “Fuimos engañados como todos los demás”, declaró un portavoz de Guinness.
Vesna volvió a la JAT, aunque a puestos administrativos. Murió en diciembre de 2016, con 66 años, la mala conciencia de ser superviviente y el pesar de haber perdido a su país y a su compañía bandera. En el nuevo dejó de ser heroína porque se había manifestado contra el nacionalismo furibundo de Milosevic, lo que le había costado el despido de la compañía estatal devenida serbia. Fue activa en la campaña que provocó la caída de Milosevic y apoyó a Boris Tadic.
En 2013 desapareció la JAT, con 66 años, como Vesna. Una desaparición que remataba una lista larga. No existe Yugoslavia, no existe Checoslovaquia y no existe la República Democrática Alemana. El MPNA tiene un irrelevante papel geopolítico. Es una tragedia que a tantos vaivenes no haya acompañado el hundimiento de la cultura del enfrentamiento y la tensión de bloques, a pesar de que han desaparecido las diferencias ideológicas sobre las que se sustentó la hostilidad de la Guerra Fría y que tantos millones de vidas se llevó por delante. Los tambores de guerra nos devuelven al tiempo de otros miedos; como los ídolos caídos pueden volver a levantarse, los jinetes del apocalipsis pueden volver a cabalgar. ¿Estamos tan lejos de los esquemas mentales que acabaron con el vuelo 367 de JAT?
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