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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Una historia mínima

Hace unas semanas me senté en un banco junto a la bahía. El aire estaba limpio y mi vista se deslizaba como una patinadora por un paisaje antiguo y cristalino. La luz iba cayendo. El cielo, en esas últimas horas de la tarde, cambiaba cada minuto y, más que un lienzo estático, era una danza de luces y colores que se enredaban entre el mar y las montañas.

En el banco de al lado una pareja, o lo que a mí me parecía una pareja, hablaba de sus cosas. Ella creyó reconocer un velero que regresaba a casa tras volver de no sabía dónde pero luego se fijó bien y dijo que no, que no era ese el velero que ella conocía. Comenzaron a fantasear en ese momento con la posibilidad de navegar juntos. Poco después sus ensoñaciones se centraron en hacer un viaje, o varios viajes, o muchos viajes. Ella proponía lugares muy lejanos en los que él no había estado. Él parecía triste y era como si ella lo intentara sacar de un lugar en el que andaba sumergido. Los miré un poco de reojo y vi que no se tocaban pero que se movían como si tuviesen muchas ganas de hacerlo.

La noche caía ya, comenzaba a hacer frío. Me marché de allí tiritando. Dejé a aquella pareja, o lo que a mí me parecía una pareja, mientras la oscuridad los envolvía y yo me preguntaba qué sería de esa historia íntima, mínima, a la que me había asomado igual que un polizón; una pequeña historia, invisible e insignificante para el mundo pero grande para las dos personas que la protagonizaban.

Hace unas semanas me senté en un banco junto a la bahía. El aire estaba limpio y mi vista se deslizaba como una patinadora por un paisaje antiguo y cristalino. La luz iba cayendo. El cielo, en esas últimas horas de la tarde, cambiaba cada minuto y, más que un lienzo estático, era una danza de luces y colores que se enredaban entre el mar y las montañas.

En el banco de al lado una pareja, o lo que a mí me parecía una pareja, hablaba de sus cosas. Ella creyó reconocer un velero que regresaba a casa tras volver de no sabía dónde pero luego se fijó bien y dijo que no, que no era ese el velero que ella conocía. Comenzaron a fantasear en ese momento con la posibilidad de navegar juntos. Poco después sus ensoñaciones se centraron en hacer un viaje, o varios viajes, o muchos viajes. Ella proponía lugares muy lejanos en los que él no había estado. Él parecía triste y era como si ella lo intentara sacar de un lugar en el que andaba sumergido. Los miré un poco de reojo y vi que no se tocaban pero que se movían como si tuviesen muchas ganas de hacerlo.