Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Homo laborante
No es nada inusual que en el proceloso momento de pagar por un servicio o producto salgan a relucir esos silencios tan embarazosos. Pintar está bien, es incluso motivo de elogio en los periódicos y en las cenas navideñas, pero cobrar por los cuadros es demasiado atrevimiento. Esto no le pasa a mi peluquero, entre otras cosas porque nunca me atrevería a preguntarle, una vez finiquitada la tarea: “¿Te debo algo?”. Ahí no habría silencio embarazoso. La respuesta sería: “Pues, claro”.
Nadie cuestiona que el trabajo de un peluquero sea un trabajo de verdad, pero se cuestiona que el trabajo del pintor sea un trabajo serio.
Pintar un cuadro, escribir un libro, dedicarse a la alfarería son actividades alabadas por los que no pintan cuadros, escriben libros o fabrican cerámicas, pero mirarán mal a quien lo haga y pretanda cobrar y no regalar el producto de su trabajo.
Los mecanismos del cerebro en el homo laborante humean y empiezan a chirriar cuando se encuentra con un sujeto que pretende vivir de un trabajo que le gratifica: “Si es divertido no es trabajo y si no es trabajo no tiene un valor económico”, parece oírse dentro de su cabeza. Ergo, si es algo tan bonito ¿cómo puede tener la desfachatez de cobrar por ello? Si lo que pretende es vivir de su trabajo, “¡búsquese un trabajo de verdad!”.
Cristiano Ronaldo, cuyo rendimiento publicitario es más alto que su ficha, de ahí que nadie puede decir que su contrato no sea 'productivo', es un ejemplo máximo de alguien que se divierte trabajando. ¿Cobrar por jugar al fútbol? ¿Vivir de lo que uno hacía gratis en el patio del colegio? CR7 sale en televisión, tiene su propia marca de ropa y sus andanzas son seguidas por millones de personas en todo el mundo… que íntimamente le envidian por vivir como un rey sin trabajar. Podrá ser millonario, pero ni por todo el oro del mundo el astro balompédico podrá adquirir la dignidad del trabajador.
Una de las características del trabajo en nuestra sociedad es su carácter penoso. No sólo penoso por lo arduo de su cometido, sino porque en muchas ocasiones es una tarea desagradable: ni interesa al que lo hace ni le reporta ninguna satisfacción personal. El trabajo, así, se asocia con lo arduo, alienante, desmoralizador. Trabajar es un maltrato que nos infligimos. Pero quien se divierta con su trabajo deberá prepararse para la incomprensión. Habrá de pedir perdón. No porque su trabajo no contenga esfuerzo, sino porque es un trabajo divertido. Y si la mayor parte de los que trabajan tienen trabajos que no les divierten nunca entenderán, ni mucho menos aceptarán, a aquellos que trabajan en lo que les gusta, del mismo modo que quien hizo dos años de mili no ve con buenos ojos la supresión del servicio militar.
Mucho mejor que yo lo dice Hannah Arendt, en 'La condición humana' (la cita es larga pero no tiene desperdicio):
Y, sin embargo, el trabajo 'divertido' es el auténtico trabajo. No voy a entrar a reivindicar el trabajo creativo como una labor necesaria para una sociedad, como la labor que va más allá del mero metabolismo de nuestros cuerpos y trasciende el momento, el espacio y las personas. Es este trabajo el que nos define como sociedad y como cultura, es el que perdura de toda actividad humana, pero, sinceramente, a nuestra sociedad estas cosas le traen sin cuidado. Me refiero al valor que entraña poder trabajar en algo que satisfaga al que trabaja. Y no solo, como decía, porque condicione toda la vida alrededor y aporte algo al acervo común más allá del sucedáneo de lo verdadero y necesario, sino porque íntimamente es provechoso. Quien tiene un trabajo penoso debiera emular a quien tiene un trabajo enriquecedor en vez de tirarle piedras.
Esta distinción que hace Arendt entre 'laborantes' y 'artistas' tiene de fondo la condición de trabajo enriquecedor, cuyos restos pueden encontrarse en el trabajo artesanal, no menos despreciado por muchos como tan improductivo y 'divertido' como el artístico. Pero es necesaria la recuperación del trabajo como derroche de destreza técnica y talento -no la mera repetición mecánica- como producto útil para los demás y para uno mismo. De esto ya hablaba William Morris y sus chicos del laborismo británico en el siglo XIX. Pero casi dos siglos después, la reivindicación del trabajo generador de autoestima e incluso goce sigue siendo un anatema. Morris no conoció la sociedad de consumo, pero Arendt sí y ella supo ver esa conexión íntima que hay entre una manera de trabajar y una manera de consumir. Si a ello se suma la precariedad laboral, la tarta del mundo del trabajo es incomestible para la mayor parte de la población.
Pero se la comen.
Quien se dedique a una labor creativa ha de saber que será considerado como un parásito social para aquellos que defienden la mentalidad del 'ganarse de vida' aunque la vida realmente se la ganen quienes se benefician de su trabajo.
No es nada inusual que en el proceloso momento de pagar por un servicio o producto salgan a relucir esos silencios tan embarazosos. Pintar está bien, es incluso motivo de elogio en los periódicos y en las cenas navideñas, pero cobrar por los cuadros es demasiado atrevimiento. Esto no le pasa a mi peluquero, entre otras cosas porque nunca me atrevería a preguntarle, una vez finiquitada la tarea: “¿Te debo algo?”. Ahí no habría silencio embarazoso. La respuesta sería: “Pues, claro”.
Nadie cuestiona que el trabajo de un peluquero sea un trabajo de verdad, pero se cuestiona que el trabajo del pintor sea un trabajo serio.