Ya hace más de un año que se desatara la Guerra entre Rusia y Ucrania y no parece que tenga, a corto plazo, visos de solución. Sangría cotidiana de vidas humanas, miles de almas desarraigadas por los desplazamientos forzados, destrucción de infraestructuras y multitud de consecuencias económicas, sociales y ambientales. Una guerra, pero, sobre todo, un consenso tristemente sólido, compacto, en torno a la cultura de la guerra que valida la muy discutible creencia en que se puede buscar la paz mediante las armas, gasolina al fuego.
Pese a las voces críticas, aunque ahogadas en un aterrador silenciamiento mediático de la cultura de paz, la guerra de Ucrania ha disparado un 47 % la compra de armamento de los países europeos, según datos del Instituto Internacional de Estocolmo para la Investigación de la Paz y para regocijo de empresas como Indra, que se lucran con la desgracia humana, de las armas a las fronteras, y cuyo beneficio neto se ha incrementado un 20% en 2022. Ucrania se ha convertido en el tercer mercado de destino de armas del planeta, tras Qatar e India y en nuestro nombre se le han entregado, según el Rastreador de apoyo a Ucrania del Instituto para la Economía Mundial de Kiel,entre el 24 de enero de 2022 y el 24 de febrero de 2023, 320 millones de euros en ayuda militar.
En pleno siglo XXI, ya podemos conversar con una inteligencia artificial, pero seguimos considerándonos incapaces de encontrar fines negociados a los conflictos aunque, como este, llevasen años gestándose antes de estallar. No hemos logrado crear una ética capacidad de confiar en las soluciones gestadas mediante la diplomacia y el diálogo. Nos gobierna un impúdico consenso en torno a la inevitabilidad del camino que trazan las armas, ese que se materializa en una poco o nada discutida ayuda en forma de tanques y munición de largo alcance y en el crecimiento de una organización, la OTAN, que suma adeptos y miembros a su nómina militar.
Y, cómo no, el puerto de Santander, cuya dirección parece haberse empeñado en convertir a Santander en una ciudad famosa por su desprecio por la vida y los derechos humanos —véase las concertinas que dan la bienvenida al turismo marítimo y que no tienen a bien quitar pese a su hiperbólica y xenófoba crueldad— no podía dejar pasar la ocasión de ser protagonista por el transporte de armas. Pasaje Seguro ya denunció hace tiempo el tráfico de armas con destino a Yemen, una guerra ignorada que no deja de cobrarse víctimas, y ahora toca ser el espacio del que parte el primer envío de tanques Leopard españoles, seis carros de combate junto con 20 vehículos blindados para el transporte de personas que también van a ser entregados a Ucrania en este mismo lote, y que salieron del puerto con destino a Ucrania, como anunció ufana la ministra de Defensa, Margarita Robles.
Da igual si en febrero, Naciones Unidas contabilizaba 18.955 civiles personas heridas o fallecidas en esta guerra, 7.199 asesinadas, 438 niñas y niños entre ellas, además de 8 millones de refugiados reportados por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados y 5 millones largos de desplazados internos que no han vuelto a casa, se ha instaurado un discurso monocorde en el que apenas se cuestiona la legitimidad de la solución bélica. Apenas hemos objetado a que en octubre de 2022 se presentara un Proyecto de Presupuestos Generales del Estado con una partida de Defensa de 12.317 millones de euros, lo que supone un aumento del 25,8% respecto a 2022. El militarismo y su visión estrecha de las relaciones internacionales nos ha condicionado tanto que las alternativas están completamente ausentes de la opinión pública. Parece imposible, con estas mimbres, esperar que algún día iniciemos la transición hacia una sociedad sin violencia, un proceso complejo que requeriría la participación activa y el compromiso de la mayoría social.
Y no es que falten alternativas: es que están ausentes de los canales públicos de información y comunicación. Lo advirtió Marx al hablar de ideología como falsa conciencia al servicio del poder y lo reitera la teoría de la fabricación del consenso de Noam Chomsky: las élites —y de la élite forman parte, sin duda, quienes se lucran con los conflictos y las armas— tienden a presentar una visión del mundo que refleja y promueve sus intereses y oculta o minimiza los puntos de vista que no se ajustan a esa perspectiva. Por eso está tan extendida la idea de que la apuesta por la noviolencia es cuestión de ilusos que viven fuera de la realidad, por ejemplo.
Así se explica que no lluevan las críticas ante la adscripción de la Universidad de Cantabria a una especie de lobby armamentístico —que llaman “clúster”— y a que esté impartiendo un Curso Experto Universitario en Guerra Electrónica, en vez de estimular la creación de grupos de investigación y debate para una cultura de paz precisamente en este momento. Tan solo un admirable pero exiguo grupo de resistentes que invita a reunirse cada viernes en el ayuntamiento, el llamado colectivo Cebra (Colectivo En Busca de una Respuesta Antimilitarista), ha alzado la voz y promovido una recogida de firmas crítica que se puede apoyar online aquí, pero se hayan fuera de la agenda de los medios de comunicación, esa que establece los temas y perspectivas considerados dignos de atención.
Es la fabricación de consensos favorables a la poderosa industria armamentística el responsable de que poco o nada se sepa de propuestas como la que maneja el pacifismo antimilitarista y noviolento y que bajo la denominación de “transarme” invita a un proceder ambicioso consistente en combinar los métodos de la defensa militar con la defensa civil durante un período de transición hacia el desmantelamiento del componente militar. Estrategias de defensa civil que buscan superar la idea tradicional de desarme, promoviendo un cambio democrático, estructural y cultura, que nos conduzca a una sociedad menos violenta. Para que tales propuestas resultasen siquiera audibles a la opinión pública, sería necesario generar un suelo ético y una atmósfera democrática que desgarrasen el consenso militarista: empezando por los padres y madres y el profesorado, pasando por youtubers, influencers y toda clase de comunicadores, para llegar a todas y cada una de las capas de nuestra sociedad.
Casi siempre se está a tiempo para pararse a pensar, mirarse en el espejo, y reconocer ante él que no somos parte de la solución y sí del problema. Hacerlo mientras escuchemos unas cifras de muertos que empiezan a formar parte —como las de refugiados, como las de muertos en otras guerras lejanas, como las de personas migrantes ahogadas en el Mediterráneo…— del paisaje de nuestras vidas como si la guerra fuese producto de algún tipo de fenómeno natural fuera de nuestro alcance. Ojalá, alguna vez, nuestra impotencia, la de tantas y tantos, se entreteja y deje de regar el mundo de cadáveres evitables.