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La ingeniería inversa de la felicidad

Más de una vez he oído poner la de Heinrich Schliemann como ejemplo de vida feliz. Hay buenas razones, desde luego: nació pobre e hizo mucho dinero; era desconocido y fue famoso hasta lo inverosímil; soñó con algo imposible y lo consiguió.

De pequeño su padre le leía La Ilíada, y él preguntó dónde estaba Troya. Su padre se rió y contestó lo que por entonces creía todo el mundo: que aquello era ficción, un invento de Homero. El niño decidió que aquel relato tenía que ser cierto y que él encontraría los restos de Ilión para demostrarlo.

Pero la realidad no acostumbra parecerse a las fantasías de los niños, y casi sin dejar de serlo Heinrich tuvo que ponerse a trabajar. Lo hizo en un comercio, con las condiciones de la época, de muy temprano a muy tarde y durmiendo en el mismo local. Por su cuenta se puso a aprender idiomas, por el sencillo procedimiento de comparar una obra clásica de la lengua a aprender con su traducción alemana: El Quijote, por ejemplo, le enseñó español. Pero eso fue después, empezó con el ruso, un idioma mucho más útil en la Alemania del XIX.

Saber idiomas le permitió mejorar su empleo, trabajando de representante de una compañía comercial hasta que pudo establecerse por su cuenta. Hubo un golpe de suerte: en cierta ocasión ardieron los edificios del muelle y se perdió toda la mercancía que albergaban. El incendio devoró todos los almacenes, excepto uno: el suyo, cuyo contenido de pronto multiplicó su valor.

En unos años se había hecho inmensamente rico, mientras seguía aprendiendo idiomas: 18 se dice que llegó a dominar. Entre ellos el griego clásico y el contemporáneo. En este momento decide realizar su sueño de la infancia. Empieza yendo a Grecia y poniendo un anuncio en la prensa que decía algo como “Millonario extranjero busca mujer que se parezca a Helena de Troya”. Entre las muchas aspirantes que contestaron había una que era clavadita a Helena (o eso le pareció a él y, visto lo que pasó después, no seré yo quien lo discuta): Sophia Engastromenos, de 17 años, que además podía recitar de memoria versos de Homero. Más adelante tendrían dos hijos, Agamenón y Andrómaca, pero lo primero que hicieron tras la boda fue recorrer las Grecia y Turquía rurales, recitando La Ilíada para sus habitantes, explicándoles que aquella era la historia de sus antepasados. Los aldeanos lloraban.

Un día, reconociendo el paisaje por la descripción de Homero, cava en Hisarlik, en Turquía, y encuentra Troya. En un momento dado ve un brillo entre la tierra, envía a los obreros al campamento, dando por acabada la jornada de trabajo, y a solas con su mujer va desenterrando el tesoro de Príamo. Va tomando las joyas, de oro macizo, y colocándoselas a su esposa; seguramente fuera ese el momento cumbre de la vida del niño que se negó a creer que la guerra de Troya fuera invención de un aedo ciego.

La ingeniería inversa consiste en desarmar algo. Se diferencia de un destripamiento vulgar y corriente en que su finalidad es averiguar cómo está hecho ese algo (qué pena no haberlo sabido de niños, cuando nos sacudían o castigaban por ejercer la curiosidad: “No, mamá, no soy un destrozón, yo soy un ingeniero inverso”). Es lo que se contaba de algunos países orientales: el productor occidental estaba muy contento de haberles vendido un barco, un avión, un equipo industrial… creyendo que había abierto una línea de negocio, pero la realidad era que esa venta era la última que hacía, porque los ingenieros inversos de oriente desar­maban lo comprado, tomando notas y haciendo dibujos, y con lo que aprendían fabricaban un montón de aparatos idénticos al comprado, pero a mucho menor coste: mano de obra aparte, se habían ahorrado de partida la onerosa investigación.

Pues bien, ¿de qué está armado el relato de la felicidad de Schliemann? La primera hipótesis es el dinero, seguramente. Pero sabemos de mucha gente que acumuló caudales abundantes y no parece que su felicidad haya crecido paralelamente. Sí, tenemos la afirmación de Oscar Wilde, un invertido ingenioso, que dice que “cuando era joven creía que el dinero era lo más importante de la vida; ahora que soy viejo sé que lo es”. Pero también contamos el cuento en que el hombre feliz no tenía camisa. Y, bastante más fiablemente, me parece, tenemos las investigaciones de los psicólogos y sociólogos contemporáneos, que vienen a decir que el dinero es muy importante hasta que se cubren las necesidades ordinarias, alimento, vivienda, vestido. Pero que a partir de ahí los incrementos en ingresos no se ven correspondidos con una percepción de mayor felicidad.

Schliemann iba a ver al presidente de Estados Unidos, poco menos que diciendo “pasaba por aquí, y pensé que estaría bien ver a mi amigo». ¿Fue la fama lo que podríamos envidiarle los que nos arreglamos con una felicidad de andar por casa, hecha sobre todo de ver la luz, de trabajar para merecer nuestro sitio y del amor de nuestros próximos, nada más? También parece dudoso, cada día los medios nos acercan demasiada desgracia vinculada a la fama.

Quizá lo maravilloso de la vida de nuestro hombre fuera que de niño decidiera que un relato hermoso era realidad y, frente a las risas de todo el mundo, demostrara mucho más tarde, tras un camino laborioso, que él tenía razón. Nosotros no podremos descubrir Troya, ni ser los primeros en escalar el Everest, ni inventar la penicilina. Seguramente no haya una hazaña memorable que nos esté esperando. Pero sí podemos recordar lo que fue nuestro sueño de niños, alguna pieza de él al menos, y cumplirlo, como quien paga una deuda con el inocente que fuimos. Sospecho que la satisfacción de ese saldo nos permita esperar lo que haya de venir con la convicción feliz de haber estado a la altura de nuestras propias expectativas.

Nota: Aunque no afecte al razonamiento anterior, parece obligado advertir de que la vida de Heinrich Schliemann que hemos contado aquí, sin ser propiamente una invención, es claramente un cuento, una versión edulcorada construida a partir de su propia autobiografía, y que divulgadores como C. W. Ceram, que la leyó para aprovechar su tiempo de prisionero de guerra en Italia, han contribuido a mantener.

Porque ni la más exitosa de las vidas elude el error, los caminos equivocados que hay que deshacer, la desgracia. Schliemann estuvo infelizmente casado con una aristócrata rusa, por ejemplo. Encontró la localización de Troya en Hisarlik no tanto guiándose por las descripciones paisajísticas de Homero como aconsejado por un arqueólogo que había trabajado allí, Frank Calvert. Y encontró Troya, cierto, pero en realidad allí había nueve Troyas, nueve capas sucesivas: la homérica podría ser la sexta, por la que pasó raudo hacia abajo, hasta que encontró el tesoro que creía de Príamo y en realidad era mil años anterior, en la capa segunda. Obviamente, como todo excavador aficionado, dañando el yacimiento. Parece que nunca cenó con el presidente Fillmore, como dijo en sus memorias. Etc.

Más de una vez he oído poner la de Heinrich Schliemann como ejemplo de vida feliz. Hay buenas razones, desde luego: nació pobre e hizo mucho dinero; era desconocido y fue famoso hasta lo inverosímil; soñó con algo imposible y lo consiguió.

De pequeño su padre le leía La Ilíada, y él preguntó dónde estaba Troya. Su padre se rió y contestó lo que por entonces creía todo el mundo: que aquello era ficción, un invento de Homero. El niño decidió que aquel relato tenía que ser cierto y que él encontraría los restos de Ilión para demostrarlo.