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Jamás me dejaré salvar

Todos tranquilos, ya podemos relajarnos. Aquello que llevábamos tanto tiempo esperando ha llegado. Anhelantes elevábamos nuestros asustados ojillos implorando su ayuda, su auxilio, ese milagro que viniera a ponernos la cultura (qué digo… la Cultura) donde realmente merece estar. Yo ya duermo en paz por las noches, me despierto descansado, feliz. Si ellos velan por mí yo estaré sereno, templado el pulso.

Lo escuchaba esta misma semana en un noticiario de esos que se dicen serios, pero que… bueno, añadan a su gusto. Contaban que una nueva raza de chicos y chicas… qué digo, de übermensch nietzscheanos, habían llegado para salvarnos de nosotros mismos y de nuestros instintos. Son, agárrense, los “booktubers” y dedican sus horas muertas a recomendar libros en pequeños vídeos amateurs que luego cuelgan en la Red. Y se erigen, claro, la última esperanza de nuestra decadente cultura.

El reportaje en sí, poco menos que una promoción absurda, daba bastante asco. Mucho. Como para vomitar, vamos. Porque lo de la última esperanza es textual. El resto pueden imaginarlo. Mucho buen rollito, muchas palabras ñoñas, muchos chicos y chicas con peinados modeloultrasofisticado hablando de la última aberración con páginas que se haya publicado. “No creo que seamos críticos literarios”, decía uno de los simpáticos modernos, “pero sí que influimos en las editoriales y los lectores”. Y se quedaba tan ancho. Y el montaje del engendro lo dejaba como un héroe. Y yo estremecido en mi casa, que últimamente refresca en Cantabria. Y esas cosas.

Vamos a dejar de lado aspectos un poco insustanciales, como la chorrada que supone ponerle a todo nombres ingleses, la estolidez que muchos de ellos demuestran (¿booktubers? ¿en serio?) o el tono indisimuladamente zafio de la noticia, con un puntito de colegueo postadolescente que nadie había solicitado y que a mí me tocó sufrir. Vamos a obviar, también, la distinción que se realizaba entre lectores buenos y lectores malos, más aun, entre esa gente maja que lee y esos absurdos botarates que no leen, cómo les odiamos, oigan. Incluso, haciendo un esfuerzo supremo porque meterme en estos jardines me encanta, pasaremos por encima de los modelos de catálogo de modernez que aparecían en las imágenes balbuceando sobre libros inanes, fingiendo una espontaneidad más envarada que la de un embajador prusiano en la corte vienesa y dejando bien a las claras que (ojo, idea rompedora al canto) quizá la selección para salir en la tele iba más por lo estético que por lo intelectual. Pásmense.

La cosa es que esta simpática chavalería (recuerden, no son críticos, pero editoriales y lectores los tienen en cuenta, ejem) era presentada al final de la pieza como “la última esperanza de la literatura”. Y sobre esto sí que vamos a detenernos, aunque sea para lanzar inquina. Porque nadie ha pedido aquí ser salvado, porque la literatura se basta y se sobra para poder sobrevivir. Y si no, merece morirse.

Uno se imagina a Onetti desde su cama escuchando hablar a los insignes “booktubers” y esboza una sonrisa de inmediato. O a ese snob decadente de Baudelaire, persiguiéndolos a bastonazos por todo Montmartre. Uno piensa en lo que ha quedado el asunto este, y se deprime. “No somos críticos”. Menos mal, ya me veía al afable Harold Bloom peleándose con el “booktuber” de turno en su canal, y ponderando al final la deliciosa delicadeza de los sonetos de Shakespeare mientras anunciaba natillas o videojuegos. Pero no, no son críticos.

Y, además, insisto, no quiero que me salven. Porque no creo que haya de qué salvarnos. Porque la novela lleva en crisis desde Flaubert, año arriba o abajo, y ahí sigue, vendiendo y publicándose un montón de cosas, algunas incluso pasables, un puñado hasta de calidad. Así que una buena salud de hierro, que decía el otro. E, incluso, cabría preguntarse si esto de la crisis de la cultura no es algo que andemos enfocando mal, si “la última esperanza para la literatura” no está pasando por empobrecerla intelectualmente, banalizarla estéticamente y convertirla en algo protegido como esos simpáticos linces ibéricos de los cuales sabemos cuando cazan un conejo, cuando duermen la siesta o cuando intentan reproducir su especie. Y, oigan, igual eso no.

El Arte, la literatura, no necesita de bomberos que vengan a salvarla de un incendio anunciado. Aunque lleven nombre en inglés. Aunque sean tan, tan modernos. Porque no está en peligro, creo, y aunque lo estuviera el camino no es domesticarla y meterla en un zoo para que unos pocos se diviertan tirándole cacahuetes. Para eso mejor que quede como el último dodó, disecada en un museo en recuerdo de lo que fue.

Todos tranquilos, ya podemos relajarnos. Aquello que llevábamos tanto tiempo esperando ha llegado. Anhelantes elevábamos nuestros asustados ojillos implorando su ayuda, su auxilio, ese milagro que viniera a ponernos la cultura (qué digo… la Cultura) donde realmente merece estar. Yo ya duermo en paz por las noches, me despierto descansado, feliz. Si ellos velan por mí yo estaré sereno, templado el pulso.

Lo escuchaba esta misma semana en un noticiario de esos que se dicen serios, pero que… bueno, añadan a su gusto. Contaban que una nueva raza de chicos y chicas… qué digo, de übermensch nietzscheanos, habían llegado para salvarnos de nosotros mismos y de nuestros instintos. Son, agárrense, los “booktubers” y dedican sus horas muertas a recomendar libros en pequeños vídeos amateurs que luego cuelgan en la Red. Y se erigen, claro, la última esperanza de nuestra decadente cultura.