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Jubileo

Creo que fue poco después de que los hérulos arrasaran estas costas cuando un rey mandó desde su trono remoto amurallar el puerto y constituir un monasterio al que dio el señorío de la villa, sus tierras y sus costas. Por suerte, había a la entrada del puerto una roca horadada donde encajó perfectamente la nave que trajo las cabezas de los mártires.

Al abadengo, además de los arriendos de sus huertos y los portazgos y pontazgos, pertenecían los diezmos de la pesca, los escabeches, las salazones y el vino. Y también las lenguas y corazones de las ballenas varadas. Las cocinas de Su Reverendísima Señoría estaban, pues, regularmente surtidas.

Por aquel entonces, las mujeres seguían peinándose según los usos de sus estados. Las solteras iban rapadas a mechas, las casadas usaban un tocado adelantado como un cuerno grueso y las viudas una suerte de tronco de cono. Los hombres hacían círculos predatorios, miraban celosos las presas soñadas y apuraban las jarras. El dios romano que contemplaba las procesiones desde una columna, casi borrado por el viento, se fingía un santo portador.

Todo esto es pura especulación, pero no voy a detenerme aquí, y diré que los crótalos que dirigían los bailes estaban sincronizados con un universo perfecto y simétrico. El mal era fácil de definir y el bien todo lo demás. Más acá de lo más temible, ni siquiera el sexo o la burla parecían pecados de verdad.

Puede que (pese a las advertencias de San Millán y a las matanzas de Leovigildo) las poblaciones costeras todavía comprendiesen mejor a los dioses caprichosos precristianos que a los cuatro jinetes del Apocalipsis, y que esa tendencia pagana de los puertos influyera para que el gran lugar de peregrinación se creara en las montañas del interior. Allí lo sacro estaba adquiriendo otras dimensiones a partir de la cueva de un anacoreta. La paradoja del ermitaño es que, pronto o tarde, su fundación necesita peregrinos. La carne es fuerte. Necesita negocios, desafíos, rutas de intercambio, supuestas reconquistas.

Las reliquias eran (son) fuentes de ingresos, comercio, prestigio, autoridad y fe, y también de competencia con otros templos. (Lo mismo ocurre con los milagros. Malas lenguas aseguran que Garabandal no fue aceptado a causa de la equidistancia de Lourdes y Fátima). Mejor tener un leño de la cruz que dos cabezas de centuriones conversos o una leyenda casi de broma como la de Maurano, que le contó a Gregorio de Tours que había perdido el habla y la había recuperado nada más subirse al barco de la peregrinación.

Todos esos usos permanecen y se alternan en interés e intensidad. Hoy se quejan los representantes de los empresarios de que el año jubilar sea la única acción que en 2017 pueda representar una oportunidad real de hacer negocio. Se muestran preocupados por la gestión y las infraestructuras como los frailes pedían que se ofreciera pan blanco a los peregrinos para evitar que cayeran en delirios ardientes de centeno. Parecen dudar de que los que no vengan por la reliquia lo hagan por el paisaje o el orujo. Temen el fracaso del negocio estacional que no copiará ningún beato.

Muchos peligros acechan al peregrino. Ya previnieron San Benito de Nursia y San Agustín contra los giróvagos, circelliones o circumcelliones, falsificadores de huesos de mártires, glotones, enemigos del ayuno y difusores de vicios entre otros monjes y anacoretas, atrapadores de crédulos con falsas indulgencias y tahúres. Creo que nunca les hicieron mucho caso. Y la tradición manda. O su parodia.

Creo que fue poco después de que los hérulos arrasaran estas costas cuando un rey mandó desde su trono remoto amurallar el puerto y constituir un monasterio al que dio el señorío de la villa, sus tierras y sus costas. Por suerte, había a la entrada del puerto una roca horadada donde encajó perfectamente la nave que trajo las cabezas de los mártires.

Al abadengo, además de los arriendos de sus huertos y los portazgos y pontazgos, pertenecían los diezmos de la pesca, los escabeches, las salazones y el vino. Y también las lenguas y corazones de las ballenas varadas. Las cocinas de Su Reverendísima Señoría estaban, pues, regularmente surtidas.