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Kipple

Tuiteé “¿Sueña Zuloaga con consejeros eléctricos?” y alguien lo tomó por el título de uno de estos artículos, error que, tras varias dudas, estuvo a punto de convertirse en acierto, pero se quedó en una instancia incumplida en cuanto el joven secretario general “retiró” a los cargos rivales.

Lo bueno de los tuits es que son tan grandes como su título. Son perfectos como los mapas a escala 1:1 o los laberintos-desiertos: a veces creo que la culpa de toda la postmodernidad la tiene Jorge Luis Borges. Pero el poder evocador de esa burda paráfrasis sobre la probable ansia de ser de un político (algunos banalizadores hablan del gremlim malo en cuanto ven un mechón blanco) es quizá mucho más grande de lo que merece la actualidad.

Hay que ver qué fuerza tiene la novela de Philip K. Dick y de qué manera una gran película le quitó la mayor parte del sentido. A saber: el mercerismo, los corderos eléctricos, las máquinas u órganos de ánimo, la telebasura y casi hasta la naturaleza de los androides, a los que bautizó replicantes para hacerlos menos diferentes de los humanos, acaso por miedo a lo que pudiera adquirir la tabla rasa de la máquina hecha desde cero o, dicho de otro modo, a su zafio y patético aprendizaje de niños grandes y huérfanos. (Se rumorea que en la Universidad de Georgia han desconectado a dos robots por comunicarse sin control humano en un idioma creado por ellos. Eran un encargo de Facebook).

Y el cine también minimizó el concepto de kipple, palabra inventada cuya traducción es controvertida. Se debate sobre 'morralla', 'basugre' o dejar el anglicismo; me apunto a la tercera opción para no empobrecer el término.

Kipple son los objetos inútiles, como el correo basura o las cajas de cerillas una vez gastadas todas o el envoltorio del chicle o el periódico de ayer. Cuando nadie está cerca, el kipple se reproduce. Por ejemplo, si te vas a dormir dejándo kipple por la casa, cuando te despiertes, habrá el doble”. Gracias a esa labor sin testigos, “el universo entero se mueve hacia un estado de absoluta kippleización.”

Por muy bien elaborada que esté y muchas lágrimas que disuelva en la lluvia el film, la maldita verdad, o lo que de ella se atisba, está del lado de Dick. Roy Baty nunca estuvo en la puerta de Tanhauser. Apenas tenía un pasado gris de esclavo. Parece que regentó una farmacia en Marte con su inesperada legítima esposa después de matar a sus amos y hacerse pasar por humano, pero era tan torpe que lo descubrieron y huyó a la Tierra, un planeta apestado del que todos querían largarse.

El acto más humano (por inexplicable) que se le conoce es un grito fuera de campo. Quizá sea eso -tan cinematográfico, para gloria del escritor- lo único que le hace digno de compasión después de verlo torturar a la que quizá era la última araña de la historia.

Nunca hubo peligro de que acabara en un tejado abrazado a una paloma y perdonando a su frustrado liquidador. Eso no ocurrió. La película cuenta un discurso apócrifo improvisado durante un largo e innecesario encuentro que no se produjo.

Y el mayor problema de Deckard (empleado de un servico de retirada de androides defectuosos aferrado a las intermitencias de la empatía del test delator de Voigt-Kampff) no era el desconocimiento de su propio origen: eso apenas era una sombra junto al deseo de conseguir una oveja de verdad y apartar a su esposa de una religión capaz de persistir después de hacerse notorio que el cielo era de papel pintado.

Los expertos en fabricar entidades sin memoria e impedir que la adquieran y dejen de ser rentables siguen impunes y activos, por supuesto, ya sean la Rosen Corporation o Chiquita Brands (antes United Fruit). Otros modelos actuales pueden también soñarlo todo de nuevo por nosotros (diría Dick) sin que deje de ser más de lo mismo.

En esencia, creo que lo que más importa en “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?” son esas cosas hechas verbo como el amor que no necesita ser proclamado, el llanto por una araña de un filósofo lumpen que lucha contra la orfandad en un rascacielos deshabitado, la injusticia del trabajo y la lentitud del personaje introductor: la tortuga talismán de las Islas Tonga, que sólo aparece como noticia de un tiempo real.

Todo lo demás es kipple. Y no sólo en la ficción.

Tuiteé “¿Sueña Zuloaga con consejeros eléctricos?” y alguien lo tomó por el título de uno de estos artículos, error que, tras varias dudas, estuvo a punto de convertirse en acierto, pero se quedó en una instancia incumplida en cuanto el joven secretario general “retiró” a los cargos rivales.

Lo bueno de los tuits es que son tan grandes como su título. Son perfectos como los mapas a escala 1:1 o los laberintos-desiertos: a veces creo que la culpa de toda la postmodernidad la tiene Jorge Luis Borges. Pero el poder evocador de esa burda paráfrasis sobre la probable ansia de ser de un político (algunos banalizadores hablan del gremlim malo en cuanto ven un mechón blanco) es quizá mucho más grande de lo que merece la actualidad.