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Los leones de Correos

La costumbre de enviar recados escritos es antigua, pero sigue perfectamente viva. Desde que empezó, se ha inventado el telégrafo, el magnetofón, la radio, la televisión, el video, el teléfono, los mensajes de texto, los guasaps, los mensajes con voz e imagen, instantáneos, fáciles de crear… Nada de eso ha impedido que Correos siga moviendo cartas de un lado a otro.

Mi tía Gelines escribía cartas de letra picuda, azul, personales. Y otras a máquina, profesionales, las del negocio de mi abuelo. Verla hacerlo ya me aceleraba el pulso, porque un rato después me dejaría echarlas en la boca del león, yo levantado en vilo por ella porque me faltaba mucho para llegar estirando el brazo.

El león recogía la carta. Le habían asignado ese trabajo con mucha inteligencia. El hombre primero puso nombre a todos los animales; luego, ya fuera del Paraíso y acabada la sopa boba, aprendió a usarlos en su beneficio. Sacó fuerza del buey, leche de la cabra, grasa de las ballenas. De todos. ¿Y del rey de la selva? Al rey los de Correos le habían puesto a leer.

Yo entendía bien eso. Los leones leían, se alimentaban de significado, metías en el agujero una mano cargada y ellos se conformaban con la carta, con las letras. Pero ¿y si precisamente este de hoy tiene un mal pensamiento y quiere la mano también?

Las cartas llevan un mensaje oculto, pero el sobre enseña otro: a dónde debe dirigirse. Ese, la dirección, es el que los leones de Correos identifican, con toda fiabilidad y sin pausa: de noche el edificio cierra, pero los leones siguen trabajando. Con la boca abierta recogen 24 horas de bronce al día las letras que haga falta.

Porque en cualquier momento alguien tiene una idea; en cualquier momento alguien quiere compartirla. Y cualquier momento no es bueno para llamar por teléfono: la gente duerme, o por lo menos las parejas de la gente, o su prole, y el teléfono hace ruido para todos, no sólo para la gente a la que quieres decirle algo.

Pero cualquier momento es bueno para que un león recoja tu mensaje porque ambos, el recado y el animal, son silenciosos y no molestan a nadie.

Normalmente no mucha gente lleva cartas de noche a los leones de Correos. No, no es que sea una actividad frenética, pero es una posibilidad: imagine una multitud silenciosa que pone ideas por escrito y las quiere compartir con la gente y echa cartas; una multitud ingente echando cartas por las bocas de los leones y no pasaría nada, porque los leones son infatigables y una avalancha de significados les entraría por la boca sin que cambiaran el gesto.

A alguien ha debido asustarle esta posibilidad (en esta ciudad la actividad da mucho miedo).

—¡Esto hay que pararlo! —, habrá dicho. Y a esa lumbrera que hay en toda institución para tener ideas se le habrá ocurrido una muy buena:

—Pues hagamos un parador.

Y ya está el proyecto en marcha: un parador turístico en el centro de la ciudad, echando a Correos de su edificio de siempre, para detener el trasiego de significados. Solo que alguien en la institución, quizá la misma lumbrera de antes, se habrá acordado de la Ley de Memoria Histórica, que no sabemos muy bien lo que ordena, porque para lo que nos han dicho que sirve no parece tener una traducción práctica. Pero en la institución saben más que nosotros y nos explican que la Ley de Memoria Histórica se hizo para conservar cosas como los leones de Correos, porque esos leones en 1937 vieron entrar a los italianos, nada menos. Así que se hace un parador y allí siguen los leones. Solo que ya nadie les da de leer.

Y los niños que los vean ahora no sabrán qué pintan allí, y le preguntarán a su tía que los lleva de paseo:

—Y esos leones ¿qué hacen ahí parados con la boca abierta?

—Pues bostezar.

La costumbre de enviar recados escritos es antigua, pero sigue perfectamente viva. Desde que empezó, se ha inventado el telégrafo, el magnetofón, la radio, la televisión, el video, el teléfono, los mensajes de texto, los guasaps, los mensajes con voz e imagen, instantáneos, fáciles de crear… Nada de eso ha impedido que Correos siga moviendo cartas de un lado a otro.

Mi tía Gelines escribía cartas de letra picuda, azul, personales. Y otras a máquina, profesionales, las del negocio de mi abuelo. Verla hacerlo ya me aceleraba el pulso, porque un rato después me dejaría echarlas en la boca del león, yo levantado en vilo por ella porque me faltaba mucho para llegar estirando el brazo.