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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Madrugar

Suena mi despertador a las 6:00 de la mañana con independencia de que sea o no día laboral. Me cuesta poner el cuerpo en marcha al principio. Pero, vencida esa primera tentación de volver a dormir, salgo de la habitación y hallo una secreta energía en el silencio de la casa. Sólo el perro se levanta conmigo, se estira, sale a la calle unos segundos, alivia su vejiga, olisquea perezoso alguna planta y se vuelve a tumbar para seguir descansando en otro sitio.

Levantarse temprano, cuando es de noche todavía, con la mente despejada tras el descanso, solo porque todos duermen, en silencio porque no ha llegado la hora de los ruidos, es una costumbre para mí vigorizante. Pocos momentos del día me producen un placer tan íntimo. Un poco antes de que amanezca comienzan a cantar los pájaros, como si estuvieran dando a la claridad que se comienza a intuir la bienvenida. Uno abre la ventana y, mientras comienza clarear, parece que el aire está más limpio. Ya sé que el mundo no se estrena en cada amanecer pero mientras está amaneciendo a mí me lo parece y es como si yo también estrenase mi atención y mis sentidos. Son las mejores horas para el pensamiento, para la lectura, para la contemplación más nítida.

El poeta valenciano César Simón recomendaba a los también poetas Carlos Marzal y Vicente Gallego, entregados a los noctambulismos y los excesos, que madrugaran más. Lo cuenta el propio Vicente Gallego en el prólogo a la edición de la poesía completa de César Simón en Pre-Textos. Simón les decía: “Vosotros sois como las sabandijas, que se arrastran por los rincones de la noche buscando algo que llevarse a la boca. Yo soy como el león, que ejerce su reinado bajo la canícula del día”.

No puedo evitar cierto malestar si algún día me quedo dormido y me despierto con el sol cayendo ya sobre las cosas. Me lamento, quizás, porque sé lo que me pierdo. Escribo todo esto mientras algún perro ladra a lo lejos y ya comienzan a oírse los primeros trenes conducidos por otros que también han madrugado. El día se va despertando y la energía del que madruga, poco a poco, comienza a diluirse en la mañana.

Suena mi despertador a las 6:00 de la mañana con independencia de que sea o no día laboral. Me cuesta poner el cuerpo en marcha al principio. Pero, vencida esa primera tentación de volver a dormir, salgo de la habitación y hallo una secreta energía en el silencio de la casa. Sólo el perro se levanta conmigo, se estira, sale a la calle unos segundos, alivia su vejiga, olisquea perezoso alguna planta y se vuelve a tumbar para seguir descansando en otro sitio.

Levantarse temprano, cuando es de noche todavía, con la mente despejada tras el descanso, solo porque todos duermen, en silencio porque no ha llegado la hora de los ruidos, es una costumbre para mí vigorizante. Pocos momentos del día me producen un placer tan íntimo. Un poco antes de que amanezca comienzan a cantar los pájaros, como si estuvieran dando a la claridad que se comienza a intuir la bienvenida. Uno abre la ventana y, mientras comienza clarear, parece que el aire está más limpio. Ya sé que el mundo no se estrena en cada amanecer pero mientras está amaneciendo a mí me lo parece y es como si yo también estrenase mi atención y mis sentidos. Son las mejores horas para el pensamiento, para la lectura, para la contemplación más nítida.