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Mexicanos

Desconozco la razón de la perra que ha cogido Trump con los mexicanos, pero desde luego no recuerdo haber escuchado a ningún dirigente político, ni siquiera al más lunático Milosevic o al Maduro más desquiciado, insultar de semejante manera a un país y a sus habitantes.

No sé los mexicanos que ha podido tratar Trump, pero le voy a presentar a unos pocos a los que yo sí he tenido la oportunidad de conocer. El primero de todos se llamaba Demetrio y nos vimos por primera vez cuando ambos teníamos 14 años. Una mañana, con el curso ya empezado, apareció por la puerta de mi clase y el profesor le ordenó sentarse a mi lado. Era tímido y callado, pero día tras día nos fuimos conociendo y, aunque tenía un acento peculiar, me pareció exactamente igual que los demás niños; quiero decir que no gastaba bigote ni llevaba una cartuchera en el pecho. Eso sí, consiguió fascinarme cuando cierto día le vi escribir en un formulario su lugar de procedencia: SLP. ¿SLP? -le pregunté-, ¿Eso es un sitio? San Luis de Potosí, joder -me respondió- clavando el taco ya en un tono prácticamente callealtero.

También podría hablarle de una señora mayor, a la que conocí cuando atendía una cantina en la carretera de las ruinas de Chichen Itzá, después de pasar ciudades tan evocadoras como Mérida, Izamal o Santa Lucía, a 10.000 kilómetros de casa. La anciana preparó unas enchiladas que todavía me provocan hoy en día ganas de abrazarla, porque seguramente el ingrediente secreto que utilizó fue el cariño que puso al preparar las tortillas.

Aquella misma tarde, en una pequeña ciudad llamada Valladolid, vi a dos niñas de unos 14 años mirar el escaparate de una abarrotería con tal devoción que no pude evitar acercarme para ver con mis propios ojos el objeto de sus suspiros. Era un vestido de novia, blanco y radiante.

También podría presentarle a Alfredo, un profesor de Comunicación Audiovisual que con una sola frase en sus labios comunicaba más que cien ruedas de prensa llenas de bravuconadas e improperios en la Casa Blanca.

O a Karlo, un estudiante del Distrito Federal que disfruta de una beca, aquí, en nuestra ciudad y la recorre -cuando los estudios le dejan un minuto- con mirada noble y una educación que ya quisieran para sí en Princeton o en Yale.

En México hay muchos indeseables, sin duda; pero ¿y en los Estados Unidos? ¿O en España, sin ir más lejos? También hay mucha gente honrada y trabajadora, la mayoría, a la que un patán no puede robarles un ápice de dignidad. Algunos tienen poco dinero, otros tienen algo más y los hay que tienen mucho, pero tratar a un pueblo de violadores y traficantes no es más que una demostración de ignorancia supina y prácticamente incurable, porque parece voluntaria. No hay peor ciego que el que no quiere ver.

En todo caso, yo no estoy seguro de que el famoso muro vaya a perjudicar tanto a México, ¿quién sabe? Es verdad que algunos cruzan la frontera en dirección norte con intenciones poco honorables, pero hay muchos viajeros que también la cruzan en dirección sur y no precisamente con el propósito de peregrinar a la Virgen de Guadalupe.

Hay quien elogia, en el nuevo presidente estadounidense, su compromiso por cumplir sus promesas; bueno, también Hitler anunció que resolvería “la cuestión judía”… y lo cumplió. En fin, todo mi afecto hacia los mexicanos y confío en que nuestras autoridades, por una vez, se posicionen firmemente a su lado, lo mismo que el resto de la Unión Europea. Es verdad que Trump se enfadará con nosotros, pero de todas formas es lo que ocurrirá tarde o temprano, sencillamente no estamos en la parte de arriba de su lista negra.

Desconozco la razón de la perra que ha cogido Trump con los mexicanos, pero desde luego no recuerdo haber escuchado a ningún dirigente político, ni siquiera al más lunático Milosevic o al Maduro más desquiciado, insultar de semejante manera a un país y a sus habitantes.

No sé los mexicanos que ha podido tratar Trump, pero le voy a presentar a unos pocos a los que yo sí he tenido la oportunidad de conocer. El primero de todos se llamaba Demetrio y nos vimos por primera vez cuando ambos teníamos 14 años. Una mañana, con el curso ya empezado, apareció por la puerta de mi clase y el profesor le ordenó sentarse a mi lado. Era tímido y callado, pero día tras día nos fuimos conociendo y, aunque tenía un acento peculiar, me pareció exactamente igual que los demás niños; quiero decir que no gastaba bigote ni llevaba una cartuchera en el pecho. Eso sí, consiguió fascinarme cuando cierto día le vi escribir en un formulario su lugar de procedencia: SLP. ¿SLP? -le pregunté-, ¿Eso es un sitio? San Luis de Potosí, joder -me respondió- clavando el taco ya en un tono prácticamente callealtero.