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Miedo mal documentado

Ahora que todo el mundo anda con miedo (selectivo); ahora que, gracias al miedo, somos responsables y dejamos que nos registren, limiten nuestras libertades y nos traten como borregos; ahora que el miedo carga de munición los aviones que despegan de Europa y dispara al alza las acciones en bolsa de las multinacionales de la 'defensa'; justo ahora, os quiero contar a qué tengo miedo.

Tengo miedo al oligopolio de la alimentación global y a la asimetría entre lo que se produce y lo que está a disposición de los seres humanos. Tengo miedo, pues, a un modelo económico que condena a la desnutrición crónica a un mínimo de 791 millones de personas al año. Tengo miedo de los países industrializados que tiran al año 220 millones de toneladas de comida mientras escatiman las ayudas a aquellos que pasan hambre.

Tengo miedo al cambio climático, ese que, según la OMS, va a dejar unos 250.000 muertos entre 2020 y 2030 (los mismos que el hambre dejó en Somalia entre 2010 y 2013 por la sequía extrema).  Aviso para navegantes: 30.000 de ellos serán europeos.

Me aterra que la contaminación del aire en los países del sur global matara el año pasado a 8 millones de personas y a unas 71.000 en Europa.

Me dan miedo las armas pequeñas y ligeras, mucho más que los kalashnikov, esas que cada año matan a 50.000 personas y que la empresa pública española (DEFEX) vende a Angola, Camerún o Arabia Saudí después de corromper a sus funcionarios con cestas de navidad o cenas pantagruélicas.

Me dan miedo los gobiernos que autorizan la venta de coches que corren a 220 kilómetros por hora mientras limitan la velocidad en carretera a 120; que dan licencia sanitaria a los refrescos cargados con metralla en forma de azúcar y luego animan a la población a tener una dieta sana; que fomenta el reciclaje de latas, vidrios y cartones mientras mantienen abiertas fábricas que vomitan veneno o conceden licencias de fracking; que encarcelan a los okupas 'antisistema' pero piden el olvido de los torturadores oficiales del régimen; que se concentran en las plazas de los ayuntamientos para condenar la violencia de género pero consienten que empresarios y administraciones maltraten a las mujeres con salarios desiguales o conciliaciones de papel…

Me dan miedo mis vecinos, fascinados por los migrantes económicos que les roban millones desde una cancha de fútbol pero aterrorizados ante los miles de víctimas de la injusticia económica, política o guerrerista que piden comprensión y refugio.

Tengo miedo de mi televisor y del ordenador donde escribo, porque están condenados a engordar el bulto de 45 millones de toneladas de basura electrónica que cada año llegan a los países del sur para convivir con los hambrientos que solo encuentran metales oxidados en los vertederos del capitalismo.

Los purines de los cerdos, el agua necesaria para producir un kilo de carne o los cultivos transgénicos de cereales para alimentar al ganado que luego sacrificaremos para tirar la mayoría del producto sin llegar a consumirlo me da más miedo que el cáncer que me puede producir una salchicha.

Me da miedo lo que tiene a esta especie al límite. Me da miedo el final que estamos acelerando. Todo eso me da mucho más miedo que una mochila abandonada, que un presidente imbécil, que unos periodistas ignorantes, que unos líderes cobardes, que un descenso a tercera división, que una erección frustrada, que una sicosis colectiva equivocada… Me da más miedo el miedo mal documentado que el miedo que quieren meterme cada día desde la opinión publicada. La proporcionalidad debería ser norma a la hora de temer. También a la hora de vivir.

Ahora que todo el mundo anda con miedo (selectivo); ahora que, gracias al miedo, somos responsables y dejamos que nos registren, limiten nuestras libertades y nos traten como borregos; ahora que el miedo carga de munición los aviones que despegan de Europa y dispara al alza las acciones en bolsa de las multinacionales de la 'defensa'; justo ahora, os quiero contar a qué tengo miedo.

Tengo miedo al oligopolio de la alimentación global y a la asimetría entre lo que se produce y lo que está a disposición de los seres humanos. Tengo miedo, pues, a un modelo económico que condena a la desnutrición crónica a un mínimo de 791 millones de personas al año. Tengo miedo de los países industrializados que tiran al año 220 millones de toneladas de comida mientras escatiman las ayudas a aquellos que pasan hambre.