Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Esas montañas, nuestras montañas
Recuerdo la primera vez que llegué al pueblo donde vivo actualmente, Fresno del Río (Ayuntamiento de Campoo de Enmedio, Cantabria). Yo tenía 8 años, mis padres acababan de restaurar una casa campurriana donde “subíamos” desde Santander los fines de semana y las vacaciones de verano. Lo primero que recuerdo es a algunos niños y niñas con los que jugaría durante toda mi infancia que se arremolinaban con curiosidad por descubrir quién era su nueva compañera de juegos. Recuerdo cómo enseguida les pregunté cómo se llamaban algunos lugares del entorno, lo primero que hicimos fue subir a un montecito que hay cerca de mi casa 'Padruno', desde donde se ve 'La Dehesa' y también 'Los Peños'. Fue fácil familiarizarse con aquellos nombres porque cada lugar tenía uno y siempre jugábamos al aire libre, hacíamos casetas imaginarias por todas partes, merendolas en el nacimiento del río Besaya cuando no había altares ni nada alrededor, solo el agua brotando de la montaña. También excursiones debajo de la peña La Milana y jugábamos al rastro por todo el pueblo: 'La Pastiza', 'Pedrío', 'Santa María'... nos encantaban los lavaderos y los pilones para enredar con los renacuajos.
En aquella época vivía mi abuela María, campurriana del pueblo de Soto (Campoo de Suso) aunque llevaba ya muchos años en Torrelavega. Recuerdo cómo hablaba de las montañas, relatos de trabajo (y de miedo), de subirlas y de bajarlas andando, de los inviernos en Campoo, de las heladas, de la nieve: “la nieve es muy blanca, pero muy negra”. Siempre me fascinó la forma de narrar de los campesinos, con todo lujo de detalles sobre el lugar, sobre el tiempo que hacía cuando sucedía algo, la época del año, las historias de vida de los protagonistas, los colores, los olores, los sabores. La infancia potencia de algún modo todos esos recuerdos y relatos. Si pienso en mi infancia recuerdo siempre la mar y las montañas.
Hoy en día, han pasado 30 años y esa casa de las vacaciones familiares a la que nos referíamos siempre como 'La Casa de Fresno' es mi propia casa, donde llevo viviendo dieciséis años. Las montañas que rodean este valle se han convertido en un lugar familiar para mí, no solo como espacio de ocio o telón de fondo, sino también como espacio de trabajo gracias al proyecto agroecológico que comparto con mi compañero de vida, Lucio González, una pequeña ganadería familiar de vacas y yeguas.
Siempre recomiendo acercarse a conocer en algún momento una ganadería extensiva y aprender de las formas tradicionales de manejo del ganado que merecen ser escuchadas frente a otras formas intensivas de producción de alimentos que no tienen en cuenta el territorio que habitan, ni las razas de animales mejor adaptadas al medio. Modelos que utilizan fitosanitarios y productos químicos en el manejo de suelos y fincas, que entienden el bienestar animal de la estabulación permanente y las macrogranjas. Es una pena que la nueva PAC no se haya tomado en serio nada de esto y sigan beneficiando a los ganaderos y agricultores de sofá, a las ganaderías intensivas y a los grandes terratenientes. ¿Qué sucede con las personas que producimos alimentos y no tenemos propiedad de la tierra? Que nuestra economía depende en gran parte del acceso a terrenos comunales para poder desarrollar nuestra actividad y ser sostenibles (social, económica y ambientalmente). Muchos de esos comunales atraviesan montañas, puertos de montaña y de alta montaña, donde nuestros animales pasan gran parte del año contribuyendo a generar una gran diversidad de servicios ecosistémicos gracias a un manejo extensivo y respetuoso con el ecosistema.
Precisamente es, en las montañas, donde se están viendo “oportunidades de negocio2 (esa palabra, ese discurso, esa excusa) para las grandes empresas energéticas. Al mismo tiempo y como respuesta, están surgiendo una gran diversidad de iniciativas contra la proliferación de polígonos eólicos en Cantabria, precisamente este viernes 25 de junio a las 19.00 hay un encuentro en la Casa de Cultura Sánchez Díaz de Reinosa, desde el 16 hasta el 26 de junio se puede visitar la exposición 'El grito de la montaña' en La Casona de Reinosa, propuestas todas ellas de la Plataforma Comarcal por la Defensa del Territorio Sur de Cantabria y Montaña Palentina. Además, el sábado 26 a las 11.00 horas está convocada una manifestación contra los polígonos eólicos en la Plaza Mayor de la misma localidad organizada por diferentes movimientos sociales de Cantabria.
Creo que una de las cuestiones fundamentales en torno a la lucha contra este modelo que impone unas determinadas formas de hacer y de entender las renovables, pasa por poder decidir cómo queremos vivir. Este es un problema, no solo ambiental, económico o jurídico, sino también de soberanía, de activación de canales de participación pública más allá de votar cada cuatro años porque eso no es suficiente, queremos poder ser escuchados a la hora de pensar y decidir sobre aquello que nos afecta directamente. No resulta extraño que ahora las mismas empresas que han especulado con otro tipo de energías sean las que nos venden las energías renovables como la solución a los retos que presenta una crisis energética sin precedentes. Esto no significa que no haya que hacer una transición hacia energías renovables y generar debate sobre otro tipo de energías, pero no bajo las reglas de este capitalismo verde feroz y del green new deal.
Creo que parte de la solución probablemente pase por recuperar soberanía, por activar espacios públicos para el diálogo y también para los conflictos, no se pueden intentar “tapar” continuamente porque existen y es, precisamente ahí, desde donde pueden surgir soluciones y preguntas compartidas. Sin embargo, hoy todo parece estar por encima de nosotros, allá arriba, como los buitres: los polígonos eólicos, las grandes empresas que especulan, los políticos, los alcaldes caciques, los planes de desarrollo, las agendas, los pactos. Como si habláramos otro idioma que nunca llega a ser escuchado, entendido, sino que siempre se prejuzga y se ve como una amenaza. Y lo es en realidad, una amenaza a su poder, un intento de plantar cara al chantaje y a las redes clientelares, a las prácticas abusivas y extractivistas.
Una posición fácil sería argumentar que los habitantes de los pueblos estamos más implicados en denunciar este tipo de políticas como la nueva Ley del Suelo o la proliferación de proyectos de parques eólicos en Cantabria porque estamos más afectados, pero no es cierto, aunque la movilización está siendo extraordinaria. Esta es una lucha que reúne personas y colectivos de muchos lugares en la defensa de modelos de comunidades energéticas no especulativas, vivir en un pueblo no nos convierte en defensores de nada, no podemos seguir alimentando este imaginario simplista y reaccionario porque se nos vuelve en contra, sino hacer el ejercicio de entender las ruralidades desde la diversidad y complejidad que requieren. Es más, muchas de las personas que ven oportunidades en este tipo de políticas (renovables, turistificación, suelos…) son habitantes de núcleos rurales, ¡cuántos de ellos “alcaldilllos” con delirios de grandeza! Por tanto, este es también un problema político, que se combate visibilizando y denunciando estas formas de hacer política, cuyas decisiones nos afectan a todos. Es necesario recuperar espacios de gestión de lo común que sean participativos y abiertos, donde poder escuchar y ser escuchados y también exigir transparencia a nuestros políticos en primera persona. La mejor herramienta a largo plazo es una educación emancipatoria que nos libere de un orden social (y moral) perverso que nos convierte en meros instrumentos para sostener a los políticos (y sus sueldos) en el poder, donde (todavía hoy) muchos de ellos van contando votos por las cocinas de las casas.
Hay algo que se está moviendo desde debajo, que merece ser escuchado y atendido, que también nutre la complejidad del pensamiento rizomático y de aquello que se escapa a lo institucionalizado. Muchas pequeñas historias que se juntan y, aunque repletas de singularidades, emergen como algo colectivo. Hay un sonido, un ritmo, un tono, que vincula a muchas personas que vivimos en los pueblos y tenemos este paisaje montañoso de fondo, con aquellos que también se sienten apelados, un sentido solidario que nos conmueve. Esa es la fuerza de muchas pequeñas historias que se entrelazan para defender algo en común.
El otro día, al mirar alrededor y ver las montañas del valle donde vivo, recordaba cuando de niña desde mi casa veía las montañas por encima de la bahía y parecían estar muy cerca, incluso brotar de la mar los días de calima. Esa experiencia infantil de inventar nombres para ellas y de imaginar viajes... Cuando ahora señalo con el dedo y hablo de “esas montañas” o “estas montañas” las reconozco como “nuestras montañas”, las de todos y todas, no en el sentido de apropiarnos de ellas, sino de entenderlas como espacios comunes (compartidos además con otros seres vivos), porque tenemos la obligación de defenderlas como parte de nuestra manera de estar en el mundo y también el derecho de habitarlas porque forman parte de nuestro paisaje cotidiano y de nuestra forma de vida. Quizás sea más necesario que nunca defender una libertad libertaria, emancipada, que entienda la vida desde las soberanías, energética, alimentaria… sin olvidarnos nunca de la soberanía del tiempo y de la alegría (de vivir).
Recuerdo la primera vez que llegué al pueblo donde vivo actualmente, Fresno del Río (Ayuntamiento de Campoo de Enmedio, Cantabria). Yo tenía 8 años, mis padres acababan de restaurar una casa campurriana donde “subíamos” desde Santander los fines de semana y las vacaciones de verano. Lo primero que recuerdo es a algunos niños y niñas con los que jugaría durante toda mi infancia que se arremolinaban con curiosidad por descubrir quién era su nueva compañera de juegos. Recuerdo cómo enseguida les pregunté cómo se llamaban algunos lugares del entorno, lo primero que hicimos fue subir a un montecito que hay cerca de mi casa 'Padruno', desde donde se ve 'La Dehesa' y también 'Los Peños'. Fue fácil familiarizarse con aquellos nombres porque cada lugar tenía uno y siempre jugábamos al aire libre, hacíamos casetas imaginarias por todas partes, merendolas en el nacimiento del río Besaya cuando no había altares ni nada alrededor, solo el agua brotando de la montaña. También excursiones debajo de la peña La Milana y jugábamos al rastro por todo el pueblo: 'La Pastiza', 'Pedrío', 'Santa María'... nos encantaban los lavaderos y los pilones para enredar con los renacuajos.
En aquella época vivía mi abuela María, campurriana del pueblo de Soto (Campoo de Suso) aunque llevaba ya muchos años en Torrelavega. Recuerdo cómo hablaba de las montañas, relatos de trabajo (y de miedo), de subirlas y de bajarlas andando, de los inviernos en Campoo, de las heladas, de la nieve: “la nieve es muy blanca, pero muy negra”. Siempre me fascinó la forma de narrar de los campesinos, con todo lujo de detalles sobre el lugar, sobre el tiempo que hacía cuando sucedía algo, la época del año, las historias de vida de los protagonistas, los colores, los olores, los sabores. La infancia potencia de algún modo todos esos recuerdos y relatos. Si pienso en mi infancia recuerdo siempre la mar y las montañas.