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Mover la silla

La muerte de Felipe II fue uno de los episodios más grotescos de la historia. Aquel príncipe de la Cristiandad, obsesionado con la limpieza hasta extremos inconcebibles, hubo de lidiar sus últimos 53 días con la degeneración de su cuerpo, por fuera y por dentro.

Cuando el emperador se sintió morir, ordenó que se le trasladara al gran mausoleo de El Escorial, su pirámide. Como apenas podía moverse, el faraón castellano ordenó construir una silla articulada que le permitía cambiar de postura. Seis días tardaron sus porteadores en llevarlo desde Madrid al monasterio escurialense, un lugar que albergaba uno de los gabinetes de curiosidades más importantes del mundo.

En el siglo XVIII se crearon muchas cosas que en la actualidad nos parece que existieron siempre. Se crearon los museos y también los manicomios, se crearon los períodos artísticos y también los históricos. Surgieron las disciplinas, ese calvario de todo estudiante y opositor.

Antes, el tiempo y el espacio eran continuos, pero con la llegada de los ilustrados la realidad empezó a compartimentarse, a etiquetarse, a clasificarse. Ahí estamos todavía, víctimas de ese otro 'mal francés', que a día de hoy le seguimos poniendo crotal a todo bicho viviente con el que nos cruzamos. 

El barroco siguió a lo renacentista, eso nos enseñaron, pero aquellos hombres y mujeres que lo vivieron nunca lo llamaron así ni hubieran entendido tales expresiones. Y si hubiéramos preguntado a un romántico por el romanticismo nos hubiera mirado alelado.

Felipe II, piadoso él, fue epítome grandioso de unos de los 'hobbies' más alucinantes de los caballeros adinerados: los gabinetes de curiosidades. Pero el vencedor de Lepanto y el perdedor de la Armada Invencible, no coleccionaba cocodrilos ni tortugas disecadas, tenía otra afición 'especial': la casquería.

Se calcula que su colección de reliquias, la más importante del mundo, procedía de unos 6.000 cuerpos humanos. Allí, en El Escorial, había de todo, como en un Corte Inglés del Más Allá: tibias despellejadas, cráneos, prepucios, falanges, sábanas, lo que se imaginen. Sus emisarios recorrían el orbe adquiriendo a precio de oro trofeos relacionados con la hagiografía y el milagrerismo más cañí.

Cuando moría en su lecho el emperador, un lecho hiperbólico como su silla, se hacía traer sus piezas más preciadas. Allí podemos imaginar a su majestad tendido al lado de la rodilla completa, con hueso y pellejo, de San Sebastián, lo cual es una manera bastante curiosa de relajarse antes de partir en un viaje sin billete de vuelta, me lo reconocerán.

Uno de los relatos apócrifos sobre la muerte del emperador estaba relacionado con estos momentos. De la muerte de Felipe II, se ha dicho de todo: desde que lo devoraron los piojos, hasta que se consumió llagado por sus propias heces. Uno de los relatos habla de su silla, la cual no podía mover cualquiera. Podemos imaginarnos al príncipe una noche al calor del hogar rodeado de los 'grandes' de su corte. Y dice la leyenda que hacía tanto calor que el rey se achicharraba literalmente sin que nadie a su alrededor, paralizado por el miedo, se atreviera a moverle la silla.

Sí, para moverle la silla había seres humanos solo dedicados a ello. No era una corte tan reglamentada como la francesa, pero hay que reconocer que acercarse al más grande de los Austrias debía ser una tarea más heroica que asaltar galeras en llamas en Lepanto. Paralizados por el miedo, y ante la imposibilidad de moverle la silla, el emperador murió.

Realmente murió en su cama, pero traigo a colación esta escena dantesca que ilustra a la perfección el terror que causa 'la proximidad del César'. ¿Quién se atreve a moverle la silla al emperador?

Todos los presidentes que ha tenido España han acabado endiosados como el emperador. El primero, Felipe González, quien todavía, de vez en cuando, baja del Olimpo para darse un chapuzón desde su yate y decirle a los demás si lo están haciendo bien o mal. Por no hablar de José María Aznar, que nadie más se vio en una como aquella: de Valladolid a la cumbre de Las Azores, planificando campañas como César en la Galia, pero sin ser César ni estar en la Galia, claro está.

A Rajoy, uno de los emperadores 'menores' de nuestra azarosa etapa democrática, le pasa algo parecido ahora. El también se cree un César y nadie en su partido se atreve a moverle de la silla y mandarlo a Pontevedra amortizado, por más que Alberto Rivera lo vete (hasta que deje de hacerlo) para pactar el nuevo gobierno. 

Esto es imperial, no me lo van a negar. A Olof Palme, tan presidente como los españoles, le mataron mientras paseaba como un ciudadano más. No es tan difícil estar tomando la cerveza en un bar de Helsinki, Estocolmo y Oslo sin tener en la mesa de al lado al primer ministro. Si usted tiene una queja para la administración, en España no le dejarán pasar ni del control de acceso; en los países nórdicos le llevarán hasta la oficina o el despacho del responsable. Es lo que se llama la Administración 'transparente'. Pero aquí, en España, la administración es imperial, bendecida por los santos, toda ella incorrupta como el brazo de Santa Teresa.

Este pasado imperial nos oprime. Y el día en que nuestros líderes, y sobre todo quienes les votan, se den cuenta empezarán a cambiar las cosas. Pero, o mucho me equivoco, o don Mariano seguirá sentado en su silla sin que nadie en su Corte 'popular' se atreva a decir: “Mariano, te estás achicharrando”.

La muerte de Felipe II fue uno de los episodios más grotescos de la historia. Aquel príncipe de la Cristiandad, obsesionado con la limpieza hasta extremos inconcebibles, hubo de lidiar sus últimos 53 días con la degeneración de su cuerpo, por fuera y por dentro.

Cuando el emperador se sintió morir, ordenó que se le trasladara al gran mausoleo de El Escorial, su pirámide. Como apenas podía moverse, el faraón castellano ordenó construir una silla articulada que le permitía cambiar de postura. Seis días tardaron sus porteadores en llevarlo desde Madrid al monasterio escurialense, un lugar que albergaba uno de los gabinetes de curiosidades más importantes del mundo.