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Mujer con teléfono móvil

He visto a una mujer negra que salía de un edificio oficial con una bolsa llena de documentos y me he acordado de la mujer con alcuza de Dámaso Alonso (la burocracia es densa como el aceite, pero poco nutritiva), y he pensado que se llama Fatou Albertine Diakhoumpa y que, cuando salió de Tambacounda, llevaba consigo dos teléfonos móviles. Uno lo vendió en Boutilimit mientras se confiaba a las promesas de un camión en el desierto junto a una veintena de fugitivos. Un tercio de los viajeros se quedarían por el camino. Con eso ya cuentan los apalabradores de cayucos. Las mujeres se apiñaban a un lado de la caja para no ser violadas. Fatou (dicen que su nombre es el que los señores coloniales dieron a las criadas) tiene la ventaja de no ser muy atractiva, pero tampoco posee una vulgaridad desagradable, sino un aire a la vez apacible y diligente que la hace apreciada para el servicio doméstico de los hogares blancos.

El móvil que se quedó era un modelo que ya no se vende en Europa. Para cargarlo durante la travesía del desierto, llevaba un par de artilugios formados por pilas atadas con cinta aislante a un cable. Durante la noche, los viajeros alzaban las manos para coger cobertura. Los reporteros suelen fotografiar esos intentos desesperados de alcanzar las redes de la sociedad postindustrial, un espectáculo de figuras oscuras, estilizadas y dispersas entre las dunas, contra el crepúsculo, que viene muy bien para completar los telediarios.

Fatou tuvo suerte: pudo hablar un par de veces con su familia mientras esperaban a que los mafiosos del transporte decidieran qué ruta era la más segura, y una más en la patera, aunque eso fue una despedida (la mar se había revuelto; creían que no iban a llegar a tierra) y sólo se entendían las lágrimas. Ahora está en la cola del paro después de tres meses de un verano de sótanos, suelos y cocinas. A la asfixia de las jornadas intensivas sucede una laxitud de incertidumbre que, sin embargo, nunca es peor que el miedo del origen que empuja a la huida.

Cerca de ella conversan dos tipos. Compiten por fingirse airados, subrayan el aire con los dedos y marcan signos de admiración con las cejas. Ella no sabe sus nombres, pero, como ellos, nada más verla, ya le han asignado un estereotipo del que tiene pocas probabilidades de escapar (mujer negra, fea, gorda y con un cansancio interpretado por los blancos como embrutecimiento), nada nos impide asignarles, respectivamente, los de Juan Español y Nel Montañés y definirlos como rutinarios en el ocio, el trabajo y el desempleo, y evidentemente próximos al umbral de la pobreza. Español tiene ojeras y Montañés echa largas miradas de desconfianza a la cola y al mostrador de los funcionarios. Si ustedes no me entienden, no lo sé explicar mejor: miren a su alrededor.

Fatou le oye decir a Juan Español que los inmigrantes tienen más subvenciones que él, gastan más asistencia sanitaria, tienen preferencia para los trabajos y usan móviles de lujo. Su colega lo ratifica todo. Quizá creen que no los entienden, ni ella ni otros inmigrantes que hay en la cola. La mujer habla wólof, francés, español, algo de árabe y bastante inglés. No sabe qué móvil tienen esos tipos, pero el suyo (ha decidido mantenerlo oculto durante toda la espera) es un android normal, ni caro ni de los más baratos. Fue la primera adquisición que hizo con el primer sueldo y lo cuida con mimo. Le permitió independizarse de los locutorios, los cuelgues del Skype, las angustias repentinas, y le otorga el poder de enviar imágenes cotidianas, inmediatas, a su familia y amistades de su país o la diáspora, y eso puede con todas las sombras del corazón de las tinieblas.

Empleado de las potencias coloniales, Joseph Conrad percibió que Occidente estaba creando una barbarie por la que algún día tendría que responder con algo mejor que mandar tropas o, definitivamente, enloquecer y autodestruirse entre delirios de avanzadas del progreso. Era un hombre triste incluso antes de pasar su línea de sombra. Había intuido algo en el abigarramiento de los puertos de su época. Quizá alguna vez arribó a Santander, cuando las machinas de madera rezumaban salitre y resbalaban igual las descargadoras blancas que los arponeros polinesios, los grumetes jamaicanos o las mucamas de todo el mundo. Ahora hay una valla nueva, muy alta, situación provisional hasta que el soborno a gobiernos que comercian con sus fronteras obligue a cambiar las rutas o se envíe la estación marítima a un lugar más discreto. La mayoría de las quejas por el enrejado de cuatro metros de altura han sido estéticas, parecidas a las que recibió el Centro Botín, que mira el muelle desde su orgullo de obstáculo opulento y escamado.

El blindaje tiene el aplauso de la inmensa minoría y les parece escaso a los que vigilan a la inmigrada para verificar que tiene un móvil mejor que el suyo. El juicio ya está hecho. Si descubren que el de Fatou es peor, dirán que seguro que tiene otro en casa, sin saber que el otro lo cambió por comida o agua en un territorio representado en los mapas ideológicos (en los militares y mineros está bien detallado) por un espacio en blanco con avisos de monstruos, leones y caníbales, pero también de oro y diamantes, petróleo, uranio y coltán, de modo que los blancos que se adentran en ellos para traer riqueza figuran como héroes, locos geniales o emprendedores. Pero los autóctonos que los atraviesan en sentido contrario huyendo del hambre, la guerra y la peste son mirados aquí como usurpadores de nuestra liberal libertad. Y como codiciosos tecnológicos cuando usan aparatos que nuestro mundo ha hecho imprescindibles.

He visto a una mujer negra que salía de un edificio oficial con una bolsa llena de documentos y me he acordado de la mujer con alcuza de Dámaso Alonso (la burocracia es densa como el aceite, pero poco nutritiva), y he pensado que se llama Fatou Albertine Diakhoumpa y que, cuando salió de Tambacounda, llevaba consigo dos teléfonos móviles. Uno lo vendió en Boutilimit mientras se confiaba a las promesas de un camión en el desierto junto a una veintena de fugitivos. Un tercio de los viajeros se quedarían por el camino. Con eso ya cuentan los apalabradores de cayucos. Las mujeres se apiñaban a un lado de la caja para no ser violadas. Fatou (dicen que su nombre es el que los señores coloniales dieron a las criadas) tiene la ventaja de no ser muy atractiva, pero tampoco posee una vulgaridad desagradable, sino un aire a la vez apacible y diligente que la hace apreciada para el servicio doméstico de los hogares blancos.

El móvil que se quedó era un modelo que ya no se vende en Europa. Para cargarlo durante la travesía del desierto, llevaba un par de artilugios formados por pilas atadas con cinta aislante a un cable. Durante la noche, los viajeros alzaban las manos para coger cobertura. Los reporteros suelen fotografiar esos intentos desesperados de alcanzar las redes de la sociedad postindustrial, un espectáculo de figuras oscuras, estilizadas y dispersas entre las dunas, contra el crepúsculo, que viene muy bien para completar los telediarios.