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Narradores, raíces y cupcakes

¿Por qué un monte de Carmona o Polaciones es más cántabro que una calle de Santander? ¿Es más cántabro Tres Mares que la peña de Peñacastillo? Decir Santander es decir una 'no-cantabria', lo que es en el fondo un desatino, al tiempo que una incongruencia, dado que los cambios (se sobreentiende que a mejor) que configuran la realidad de nuestras sociedades, siempre han procedido de las urbes, rara vez, por no decir nunca, han procedido del medio rural, que es por definición conservador e inmovilista. Si decimos Cantabria, por lo tanto, estamos diciendo más Santander que otra localidad. Así, el habitante del medio rural cántabro tiene más puntos en común con un habitante de la capital que con un paisano de su misma localidad de un siglo atrás.

El ruralismo de lo cántabro campa a sus anchas merced a una falta de relato (palabra tan manida últimamente que da vergüenza usarla), en clave local, de lo santanderino. La mayor parte de los presidentes de Cantabria, por ejemplo, no han sido de Santander y, sin embargo, en el imaginario colectivo de la región, Cantabria ha estado gobernada por las mentes 'sardineriles' de la capital. Lo santanderino, dentro de lo cántabro, no solo no tiene un relato que lo reivindique, sino que su no-relato ha sido construido por los demás cubriendo el vacío y, por lo tanto, está desprestigiado.

Puede que existan en cajones unas 100.000 novelas sobre Santander. El 99% siguen el mismo patrón: relatos de construcción personal, en ese limes entre la adolescencia y la madurez, enclavados en paisajes incomparables (El Sardinero es una pieza inevitable) y con un interés literario que roza el valor cero. Esto es exagerado, ya lo sé, pero no tanto, no crean. Hay autores que han aportado su pequeña contribución, pero lo que no hay es un gran autor que construya un discurso, no tanto canónico, como referencial. Este paladín de nuestra memoria sería el encargado de conectar con otras entregas, que ya llevan camino del cumplir el siglo, si no lo han hecho ya, y cubrir el no-relato oscuro. Los relatos de Pereda y las crónicas de Simón Cabarga (un señor que se leyó de arriba abajo y de izquierda a derecha todo el archivo histórico municipal) son los epígonos más destacables. Pero Pereda narra, con sus pescadores y callealteros, desde una mentalidad ruralista y nostálgica del ruralismo y Cabarga es una rara avis inclasificable. ¿Dónde están, pues, los relatos de las gentes, de las calles, de los acontecimientos de Santander, pequeña intrahistoria de la capital de Cantabria, y por lo tanto Cantabria?

A la espera de un gran narrador, solo queda la observación de la evolución de la ciudad, bien personal, bien a través de los medios de comunicación. Pero ambas visiones son parciales y caprichosas, no interconectan elementos.

Yo nací y me crié en una calle transversal de la cuesta de la Atalaya. Es de esas calles que no existen aunque están ahí. Es de esas calles que solo son noticia cuando se produce una desgracia o una prueba ciclista. Y como mi calle hay muchas. Dos ejemplos: todo el cogollo de San Simón-Entrehuertas, por no decir la jungla de hormigón prefabricado que corre la ladera norte de General Dávila, un vasto lugar al que rara vez se acude si no es de visita a la parentela.

Estos espacios oscuros de la ciudad configuran también la vida de la ciudad. Pero están desapareciendo o modificándose sin que un narrador les brinde el hallazgo al menos de un buen epitafio.

Gentrificar es un anglicismo que tiene una pésima traducción. A la gentrificación, los políticos lo llaman 'revalorización urbana', que suena como muy profundo, pero que no lo es, porque en el fondo conlleva un desplazamiento de población por razones económicas, cosa que se ha hecho siempre, todo sea dicho. Otros han intentado traducirlo como aburguesamiento o elitización, pero ambos términos se quedan cortos dado que los procesos de 'revalorización' están determinados por clases y élites en la que lo cultural (el estilo de vida) y lo económico no siempre van de la mano.

El proceso de gentrificación se da en las grandes urbes y guarda un patrón similar. Es un hijo de la expansión económica. Viajemos con nuestra mente a París, Londres, Barcelona, Los Ángeles... pero no a los lugares de interés turístico inevitable, sino a esos barrios degradados o abandonados, tinglados portuarios y espacios fabriles en desuso, que han sido reurbanizados y ocupados por jóvenes y no tan jóvenes con poder adquisitivo mayor y un perfil cultural y académico más amplio que el de los lugareños de toda la vida. Son esos sitios que se ponen de moda y que se convierten en referentes, pero en los que cada vez es más caro vivir, y han conllevado indefectiblemente el desplazamiento de las poblaciones de origen. Es una limpieza, no étnica, sino cultural, de base económica, aunque en las revistas de moda el resultado quede muy cuqui.

Este proceso sigue una pauta en tres fases: en la primera se encuentra el barrio o área en su estado de letargo habitual; en una segunda aparecen, al socaire de procesos urbanos de 'puesta en valor', jóvenes y negocios 'distintos', hartos de la mediocridad de lo habitual, que conviven con los primeros moradores y que promueven sin pretenderlo una subida en los costes de la vida (alquileres y servicios); en una tercera fase, relacionado con la anterior se produce una escalada de precios que desplazan a aborígenes y nuevos moradores de la fase intermedia por igual, apareciendo negocios y habitantes de alto poder adquisitivo. Si la primera fase es la fase del pan de borona; la segunda es la de la pastelería con cupcakes; y la tercera, la de las tiendas de lujo.

Como en un caldo de cultivo, las altas temperaturas de la bonanza económica aceleraron los procesos y los hacen extensivos a pequeñas ciudades. La crisis lo ha ralentizado todo, pero no lo ha detenido. La crisis ha hecho con la ciudades lo que se hace en un laboratorio para obtener vacunas: atenuar los microbios. Pero el microbio existe.

Actualmente en Santander hay barrios que pueden acabar siendo gentrificados. Descarto de salida Castilla-Hermida, ese monumento al hormigón, porque no es domesticable, aunque las campañas electorales han prometido una especie de 'Castelar de los pobres'. Más papeletas de acabar gentrificado tiene San Simón-Entrehuertas y tradicionales espacios marginados como el Barrio Pesquero o la ladera norte de General Dávila. El proceso se ha iniciado hace años y es mucho más sutil que las periódicas y traumáticas expropiaciones. Es una lluvia fina en la mente del santanderino, una llamada a lo 'distinto' y al 'restyling' que empezará a cuajar en cuanto el dinero y las oportunidades de negocio vuelvan con la alegría de antaño, aunque no tengo nada claro que esto se produzca en los próximos años.

Sin embargo, los cambios poblacionales en Santander no son nuevos. Al socaire del incendio de Santander de 1941, esa gran oportunidad de negocio que el fuego regaló a los grandes apellidos de toda la vida, se mataron dos pájaros de un tiro: se revalorizaron enormes extensiones de suelo urbano; y se desplazó a la población pobre. De ahí surgieron poblados y colonias por todo el extrarradio, aunque algunas ya integradas en el casco urbano. Desde las casucas de La Albericia hasta el propio Barrio Pesquero.

Cuando los habitantes de las casucas entraron a ocupar sus hogares se encontraron las mesas y la vajilla puestas, como cuando los enanitos del bosque vuelven del tajo y se encuentran una Blancanieves obsequiosa y sonriente. Pero, ¿qué fue del lugar de donde procedían? ¿Qué fue del viejo poblado pesquero de Puertochico? Aquí sí que hubo, no un proceso de gentrificación, pero sí de 'limpieza' de las clases populares que fueron desalojadas de los espacios privilegiados de la ciudad. Y sin embargo el relato que nos llega es el ñoño-costumbrista, tachonado de bucólicas fotografías que colgar en la cocina o sobre la barra del bar, con pescadores en las dársenas y mujeres descargando barcos con capazos. Viejos vestigios como las viejas fotografías de todas las preguerras que el mundo han sido.

Como no tengo poderes premonitorios, y a la espera de la irrupción de los hongo-cupcake, sí que creo que lo sustancial es evitar el desarraigo de la población. Todo programa de reurbanización ha de trascender a la mera disposición en un plano de los materiales de obra y ha de ir acompañado de planes sociales de arraigo que eviten que los moradores tradicionales hagan las maletas, víctimas de la desgracia de ponerse de moda. Complementar con ayudas sociales la escalada de precios que pueda experimentar uno de estos barrios es básico, mucho mejor que planificar realojos que consagran los desplazamientos, a no ser que produzcan en el mismo enclave. Se trata de que la gente no pierda sus raíces y que vivir no se les ponga cuesta arriba.

Vuelvo a mi barrio. Durante años, lo más emocionante que se podía hacer allí era asomarse a la ventana. Así que la vida era sencilla: te asomabas a la ventana y comprobabas que cada día era idéntico al anterior: los mismos vecinos, el camión de la carbonería, la tasca que cerraba tarde e impedía que hombres y mujeres coincidieran en los hogares y se destrozaran... En mi barrio había magdalenas, pero no sabrían decir lo que es un cupcake.

Hasta que eso cambió. No medió ningún proceso cuqui de transformación. Mi barrio nunca fue Camden ni ningún pintor de moda se instaló en un loft con sus bártulos. Simplemente la gente mayor moría y sus descendientes se marchaban a buscar otros aires. Sucedió así un empobrecimiento objetivo del barrio, al producirse un incremento de la oferta de pisos en venta o en alquiler... y un hundimiento de los precios. No es un barrio gentrificado, como verán, sino un barrio degradado. Al menos, a mí me lo parece. La crisis parece haberlo congelado todo, pero mi barrio es irreconocible para mí y rara vez vuelvo a él. Cambiarán las aceras y puede que tenga una nueva vida, pero seguirá sin ser mi barrio, porque el paisanaje ha desaparecido. Es un árbol sin raíces, que es lo más parecido a una farola, sin siquiera dar luz.

¿Por qué un monte de Carmona o Polaciones es más cántabro que una calle de Santander? ¿Es más cántabro Tres Mares que la peña de Peñacastillo? Decir Santander es decir una 'no-cantabria', lo que es en el fondo un desatino, al tiempo que una incongruencia, dado que los cambios (se sobreentiende que a mejor) que configuran la realidad de nuestras sociedades, siempre han procedido de las urbes, rara vez, por no decir nunca, han procedido del medio rural, que es por definición conservador e inmovilista. Si decimos Cantabria, por lo tanto, estamos diciendo más Santander que otra localidad. Así, el habitante del medio rural cántabro tiene más puntos en común con un habitante de la capital que con un paisano de su misma localidad de un siglo atrás.

El ruralismo de lo cántabro campa a sus anchas merced a una falta de relato (palabra tan manida últimamente que da vergüenza usarla), en clave local, de lo santanderino. La mayor parte de los presidentes de Cantabria, por ejemplo, no han sido de Santander y, sin embargo, en el imaginario colectivo de la región, Cantabria ha estado gobernada por las mentes 'sardineriles' de la capital. Lo santanderino, dentro de lo cántabro, no solo no tiene un relato que lo reivindique, sino que su no-relato ha sido construido por los demás cubriendo el vacío y, por lo tanto, está desprestigiado.