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Opinión - Ni liderazgo ni autoridad. Por Esther Palomera

Mi novia se llama Samsung

Ceno con una amiga en un restaurante del Paseo de Colón barcelonés. De camino a casa paramos a tomar algo en una terraza del mismo paseo. Mi amiga tiene familiaridad con el joven camarero que la atiende, así que tras el saludo le pregunta festivamente:

—¿Tienes novia?

—Mi novia se llama Samsung —responde él, no acierto a interpretar si con orgullo o con resignación. Mi amiga, que se llama Rosa, no le entiende a la primera, así que él se saca del bolsillo una novia de seis pugadas, que resulta ser clavadita al esmarfon que llevo en el pantalón.

Este es un mundo curioso (digámoslo así). Buena parte de sus habitantes tienen que esforzarse hasta el límite simplemente para seguir vivos. Pero es que quienes viven aquí cerca y tienen un trabajo con el que mantenerse encuentran muchas dificultades para conseguir lo elemental, aunque mucho de lo innecesario les sea asequible. ¿Cómo explicar que un  muchacho de aspecto corriente, obviamente sano y trabajador, no encuentre una novia? Si habláramos de un sitio chico quizá pudiera aplicarse, aunque con calzador, la queja de Caracol: «Salen a siete mujeres / los hombres en sus cuentas. / Alguno tiene catorce / porque ninguna me quiere». Difícil de creer en un sitio pequeño, pero, ¿en Barcelona…? Con toda probabilidad en un radio no muy grande alrededor de la terraza del Paseo de Colón hay alguna chica a la que el camarero haría feliz (unas horas, unos meses, toda la vida…). Seguro que se han cruzado en el andén del metro más de una vez, han pasado rozándose… pero ¡ay! cada uno iba mirando sus seis pulgadas de brillante pantalla que le cuenta cosas sin descanso, y no se percataron.

Lo cual abre otro interrogante: ¿hasta dónde uno de estos artilugios sustituye a un/a novio/a? La duda es sobre el grado, porque estoy seguro de que cumple parcialmente buena parte de las funciones que se esperan de una pareja: sentirse acompañado, compartir la cháchara, intercambiar información…

Los humanos somos adictos a la información, entendiendo esta palabra en sentido muy amplio: cualquier cosa que nos mantenga ocupadas las neuronas. Y, todavía mejor, las manos además. No es necesario que las neuronas se empleen en reflexionar (de hecho esta es una utilización de la información muy minoritaria); basta que estén ocupadas: el candy crush vale; es más, es muy superior a lo de reflexionar. No conozco a nadie que diga que es adicto a la reflexión, y en cambio hay hasta clínicas dedicadas a tratar las adicciones a los juegos, y no parece que vayan a cerrar próximamente. Y aquí el tema va de adicción: ya algún teórico ha señalado que hemos dejado de fumar para poder manejar el móvil. No hace falta compartir al ciento por ciento la afirmación para darse cuenta de que es una observación legítima: esa ha sido la secuencia de los hechos. Nos hemos librado orgullosamente de la adicción al tabaco, nos ahorramos mensualmente una modesta fortuna… que ahora le entregamos mansamente a la compañía de teléfonos, a cambio de un flujo continuo de información.

En realidad el tabaco y la información siempre han estado relacionados; juntos nos han ocupado las neuronas y las manos desde mucho antes de que este teórico hiciera su afirmación. Como muestra véase una guajira que tenemos muy oída por aquí (entre otros a Morente): «Me gusta por la mañana / después del café bebío / pasearme por La Habana / con mi tabaco encendío. / Y comprarme un papelón / de esos que llaman diario / que parezco un millonario / de esos de la población».

Pero esta segunda reflexión no responde la primera. Ningún esmarfon sustituye adecuadamente a una pareja. Y es un mundo curioso, por no decirlo de otro modo, este en el que es más fácil tener uno de esos artilugios que nos amarran a las telefónicas que un novio o novia. Cuando era joven, en los 70, había leído bastante Historia para saber que las revoluciones nunca se mantienen sin oxidarse, pero pensé que la que se llamó 'revolución' sexual sí iba a traer un cambio de costumbres que perduraría. No ha sido así (excepto quizá, precisamente, en La Habana del papelón). El camarero de Colón seguirá sin novia a saber hasta cuándo, porque es mucho más fácil entrar en una tienda y salir con un teléfono que decirle a una chica lo mucho que te gusta, lo mucho que la necesitas y todo lo que estás dispuesto a darle a cambio. Es decir, el mundo al revés.

Ceno con una amiga en un restaurante del Paseo de Colón barcelonés. De camino a casa paramos a tomar algo en una terraza del mismo paseo. Mi amiga tiene familiaridad con el joven camarero que la atiende, así que tras el saludo le pregunta festivamente:

—¿Tienes novia?