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Pactos

¿Qué es, en política, una anécdota? No creo que la respuesta sea sencilla. Podemos pensar, por ejemplo, que tiene esa condición todo el debate que ha provocado el asunto de las cabalgatas de Reyes pero ¿lo es también la presencia del bebé de Carolina Bescansa en el Congreso, o las frases con las que unos u otros han acompañado su juramento como diputados? No me parece que esta sea una cuestión sencilla, aunque probablemente todos estemos de acuerdo en que el debate generado en torno a estos gestos ha sido excesivo. Supongo que todo ello, el recurso a la anécdota y la atención que se le presta, es un síntoma de lo complejo de la situación que atravesamos, con un incierto horizonte por delante y huérfanos de referencias a las que remitirnos. Ante esto, cualquier situación que favorezca tomas de postura rotundas, claramente definidas y, a la postre, poco comprometidas, es recibida con entusiasmo.

Todo el tiempo pasado desde la última convocatoria electoral ha sido pródigo en ese tipo de actuaciones. Como esas demostraciones de fuerza que hacen los contendientes antes de sentarse a negociar la paz, pienso que el abanico de declaraciones, líneas rojas e inquebrantables principios exhibidos estas últimas semanas por los principales partidos tienen más de estrategia que de compromiso. Quiero decir que, al contrario de lo que podría llevar a pensar todo lo sucedido desde entonces, no creo que estemos ahora más lejos de la posiblidad de un pacto de lo que estábamos cuando terminó el recuento de las papeletas.

Soy de los que suscribe aquello de que es mejor un mal acuerdo que un buen pleito o, si prefieren, un tambaleante pacto que unas nuevas elecciones, por más que de estas saliese un reparto de escaños con una aritmética menos enrevesada. Ha bastado intuir las primeras dificultades para que algunos empiecen a añorar las mayorías absolutas, o aquellas en las que bastaba el apoyo de los nacionalistas catalanes para formar Gobierno, con todo lo que se decía entonces sobre lo injusto de que estos condicionaran la política del Estado. No es mi caso: sigo pensando que un panorama en el que son muchos quienes ceden un poco es preferible a otro en el que ganadores y perdedores quedan separados por el trazo grueso de las imposiciones de los primeros sobre los segundos.

Es lugar común entre los candidatos decir que, de cara a hipotéticos pactos, lo importante son los programas y no las personas. Una vez elegidos, no se ha hablado todavía nada de esto, pero confío en que sea lo que se haga a partir de este momento. Si alguna ventaja tiene una situación como la que estamos, en la que se abren caminos por los que nadie ha transitado todavía –o al menos no en España– es que todo puede ponerse sobre la mesa. Podemos pensar, por ejemplo, en una legislatura corta con un presidente que no sea ninguno de los que encabezaron las listas presentadas a los comicios, y que gobernara en virtud de algunos compromisos pactados con la oposición. Aquí ya no caben las posturas rotundas, claramente definidas y, a la postre, poco comprometidas. No va a ser fácil, pero ahí tienen los políticos una inmejorable oportunidad para sacar a su profesión del desprestigio al que ha sido llevada.

¿Qué es, en política, una anécdota? No creo que la respuesta sea sencilla. Podemos pensar, por ejemplo, que tiene esa condición todo el debate que ha provocado el asunto de las cabalgatas de Reyes pero ¿lo es también la presencia del bebé de Carolina Bescansa en el Congreso, o las frases con las que unos u otros han acompañado su juramento como diputados? No me parece que esta sea una cuestión sencilla, aunque probablemente todos estemos de acuerdo en que el debate generado en torno a estos gestos ha sido excesivo. Supongo que todo ello, el recurso a la anécdota y la atención que se le presta, es un síntoma de lo complejo de la situación que atravesamos, con un incierto horizonte por delante y huérfanos de referencias a las que remitirnos. Ante esto, cualquier situación que favorezca tomas de postura rotundas, claramente definidas y, a la postre, poco comprometidas, es recibida con entusiasmo.

Todo el tiempo pasado desde la última convocatoria electoral ha sido pródigo en ese tipo de actuaciones. Como esas demostraciones de fuerza que hacen los contendientes antes de sentarse a negociar la paz, pienso que el abanico de declaraciones, líneas rojas e inquebrantables principios exhibidos estas últimas semanas por los principales partidos tienen más de estrategia que de compromiso. Quiero decir que, al contrario de lo que podría llevar a pensar todo lo sucedido desde entonces, no creo que estemos ahora más lejos de la posiblidad de un pacto de lo que estábamos cuando terminó el recuento de las papeletas.