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Palabras

Cuando era pequeño jugaba a repetir muchas veces seguidas una palabra hasta que la palabra comenzaba a sonarme extraña y acababa reducida a unos sonidos que se quedaban flotando en el aire desprovistos de significado: balónbalónbalónbalónbalónbalón; cochecochecochecochecochecoche; terrazaterrazaterrazaterrazaterraza; árbolárbolárbolárbolárbol; niñaniñaniñaniñaniña. No recuerdo por qué hacía aquello, supongo que un niño tiene que estar muy aburrido para acabar haciendo cosas así. Solo sé que lo hacía. Siendo adulto otras personas me han confesado que, en su infancia, también jugaban a repetir una y otra vez una misma palabra hasta que la palabra se convertía como por arte de magia en otra cosa.

Quizá todos los niños hicimos eso alguna vez. Quizá los niños que jugábamos a aquello somos hoy los adultos que repetimos una y otra vez algunas palabras hasta que la convertimos en cosas vacías, en cáscaras que no contienen nada más que un lejano eco: amoramoramoramoramoramoramor; libertadlibertadlibertadlibertadlibertad; democraciademocraciademocracia; vidavidavidavidavidavidavida. Algunas palabras se usan tanto y se usan tan mal que más que palabras que dicen cosas acaban siendo comodines que se insertan en el discurso y que o bien no dicen nada o bien lo que dicen no tiene nada que ver con el significado de la palabra. Ya saben, ese “te quiero” que se repite una y otra vez pero que no dice realmente “te quiero”, o esa “igualdad” o esa “justicia” tan en la boca de todos como un resorte.

La técnica de vaciar a una cosa de su significado puede ser muy interesante desde el punto de vista artístico pero catastrófica para la comunicación. ¿Si las palabras no significan lo que significan cómo vamos a entendernos? ¿Cómo desactivar ese vaciado del lenguaje? Quizá acercándonos a los significados de las palabras con un poco de calma, parándonos a pensar lo que las palabras dicen y buscando la precisión a la hora de decir para que lo que pensamos pueda ser trasladado a los otros a través de lo que decimos. Pensar antes de decir y pensar en lo que se dice, también en lo que nos dicen. No vaya a ser que cuando nos digan algo crucial no nos demos cuenta, no vaya a ser que cuando tengamos que decir algo realmente importante no sepamos cómo hacerlo ni encontremos palabras porque ya las hayamos vaciado todas de sus significados.

Cuando era pequeño jugaba a repetir muchas veces seguidas una palabra hasta que la palabra comenzaba a sonarme extraña y acababa reducida a unos sonidos que se quedaban flotando en el aire desprovistos de significado: balónbalónbalónbalónbalónbalón; cochecochecochecochecochecoche; terrazaterrazaterrazaterrazaterraza; árbolárbolárbolárbolárbol; niñaniñaniñaniñaniña. No recuerdo por qué hacía aquello, supongo que un niño tiene que estar muy aburrido para acabar haciendo cosas así. Solo sé que lo hacía. Siendo adulto otras personas me han confesado que, en su infancia, también jugaban a repetir una y otra vez una misma palabra hasta que la palabra se convertía como por arte de magia en otra cosa.

Quizá todos los niños hicimos eso alguna vez. Quizá los niños que jugábamos a aquello somos hoy los adultos que repetimos una y otra vez algunas palabras hasta que la convertimos en cosas vacías, en cáscaras que no contienen nada más que un lejano eco: amoramoramoramoramoramoramor; libertadlibertadlibertadlibertadlibertad; democraciademocraciademocracia; vidavidavidavidavidavidavida. Algunas palabras se usan tanto y se usan tan mal que más que palabras que dicen cosas acaban siendo comodines que se insertan en el discurso y que o bien no dicen nada o bien lo que dicen no tiene nada que ver con el significado de la palabra. Ya saben, ese “te quiero” que se repite una y otra vez pero que no dice realmente “te quiero”, o esa “igualdad” o esa “justicia” tan en la boca de todos como un resorte.