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Pasen al exterior
La trilogía en cinco volúmenes de La Guía del Autoestopista Galáctico es una obra notable. Va de un entrañable inglés llamado Arthur Dent que vive en estado de agobio perpetuo desde que el planeta Tierra fue demolido para construir una rotonda espacial. La historia la escribió Douglas Adams, otro inglés, que fue capaz de retratar la condición humana con una metáfora certera: un hombre asustadizo que recorre el universo en zapatillas de paño mientras busca una taza de té. Que por supuesto no encuentra nunca. Adams murió en un gimnasio californiano con ventanales, quizá para recordarnos, una vez más, que esos sitios son tan sanos como los chutódromos.
Pero hablábamos de libros. La Guía del Autoestopista Galáctico se planeó como una trilogía que terminó ampliándose a cinco novelas -de ahí el chiste- en las que el humor se da la mano con la ironía, se va de copas con la sátira y termina vomitando en una esquina abrazado a la ciencia ficción. En sus páginas conviven personajes como el citado Arthur Dent, el extraterrestre Ford Prefect, último habitante de un planetucho insignificante en la órbita de Beltegeuse al que le gusta perder en los juegos en los que el que pierde bebe y el gran Zaphod Beeblebrox, que fue presidente de la Galaxia y se cauterizó a sí mismo el cerebro de una de sus dos cabezas porque sabía cosas que no quería contarse a sí mismo. También Marvin, el androide paranoide, que caminó durante miles de kilómetros solo para leer el último mensaje de Dios a la creación. Que dice así: Disculpen por las molestias.
A mí me gusta Arthur Dent porque siempre está perdido. Tanto se pierde que termina aprendiendo a volar. Volar es fácil, según La Guía del Autoestopista Galáctico: solo hay que caerse al suelo y fallar. Arthur salió de su casa una mañana, se tumbó delante de un bulldozer y un par de horas después estaba en el compartimento de carga de una nave espacial llena de burócratas verdes. A partir de ese momento Dent, como Gregor Samsa, se pasa la vida caminando a tientas por el pasillo intentando encontrar el interruptor de la luz. Una de sus frases preferidas dice así: no quiero morir todavía, me duele la cabeza y no lo disfrutaré.
Y ahora hablemos de Wonko el Cuerdo. En un rincón de la trilogía en cinco volúmenes de La Guía Wonko construyó una casa que haría pestañear a Maurits Escher, el hombre que dibujó espirales imposibles y escaleras que convergen sobre sí mismas. Resulta difícil de describir. Digamos que en el hogar de Wonko los muebles y las alfombras están fuera de la casa y que, cuando uno abre la puerta, descubre que las paredes se pliegan y se estiran creando la ilusión óptica de que el océano, la playa y el cielo se encuentran dentro de la habitación descansando del ajetreo, la ansiedad y la resaca. Sobre la puerta de entrada cuelga un cartel que reza: Pasen al exterior.
Wonko vive fuera de la casa y nunca jamás cruza la puerta. Prefiere mantenerse alejado del mundo y tiene sus motivos. Para evitar posibles tentaciones colgó otro cartel que le recuerda por qué debe abstenerse de entrar. Éste dice así: Sujete el palillo por la mitad. Humedezca con la boca el extremo puntiagudo. Introdúzcalo en el espacio interdental, con el extremo romo cerca de la encía. Muévalo suavemente de dentro a afuera.
–Me pareció –explica Wonko en la cuarta novela de la trilogía– que una civilización que hubiera perdido la cabeza hasta el punto de incluir una serie de instrucciones detalladas para utilizar un paquete de palillos de dientes ya no era una civilización en la que yo pudiera vivir y seguir cuerdo.
Uno no sabe nunca por dónde llegará la revelación. La Guía del Autoestopista Galáctico, dicho queda, es una obra absolutamente notable. En sus páginas, junto al océano, vive Wonko, el último hombre sensato del universo, un pionero que un día comprendió la necesidad de construir un asilo donde encerrar al mundo hasta que el mundo recupere la razón. A mí me gusta pensar que algún día lo conseguirá. Ese día el mundo saldrá de la casa, abrazará a Wonko, echará a caminar por la playa, descubrirá que puede sonreír y lo hará.
La trilogía en cinco volúmenes de La Guía del Autoestopista Galáctico es una obra notable. Va de un entrañable inglés llamado Arthur Dent que vive en estado de agobio perpetuo desde que el planeta Tierra fue demolido para construir una rotonda espacial. La historia la escribió Douglas Adams, otro inglés, que fue capaz de retratar la condición humana con una metáfora certera: un hombre asustadizo que recorre el universo en zapatillas de paño mientras busca una taza de té. Que por supuesto no encuentra nunca. Adams murió en un gimnasio californiano con ventanales, quizá para recordarnos, una vez más, que esos sitios son tan sanos como los chutódromos.
Pero hablábamos de libros. La Guía del Autoestopista Galáctico se planeó como una trilogía que terminó ampliándose a cinco novelas -de ahí el chiste- en las que el humor se da la mano con la ironía, se va de copas con la sátira y termina vomitando en una esquina abrazado a la ciencia ficción. En sus páginas conviven personajes como el citado Arthur Dent, el extraterrestre Ford Prefect, último habitante de un planetucho insignificante en la órbita de Beltegeuse al que le gusta perder en los juegos en los que el que pierde bebe y el gran Zaphod Beeblebrox, que fue presidente de la Galaxia y se cauterizó a sí mismo el cerebro de una de sus dos cabezas porque sabía cosas que no quería contarse a sí mismo. También Marvin, el androide paranoide, que caminó durante miles de kilómetros solo para leer el último mensaje de Dios a la creación. Que dice así: Disculpen por las molestias.