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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Sobre la permanencia

La imagen digital no ocupa, no pesa, es vaporosa. Uno guarda cientos o miles de fotografías en su teléfono móvil. Se mezcla todo allí: lo que merece ser guardado (que es lo menos casi siempre) y lo que debería ser eliminado. Pero hacer esa selección lleva un trabajo, así que finalmente las fotografías se descargan como el que descarga un volquete lleno de tierra en el ordenador. En sus entrañas electrónicas se acumulan desordenadas las imágenes en carpetas. Cada fotografía tiene un nombre, que es en realidad un número que no nos dice nada. Los archivos son cada vez más, pero la computadora pesa lo mismo. Por eso guardamos, guardamos, guardamos instantáneas como si quisiésemos atrapar con ellas, en ellas, la vida que se nos va. Pero cuantas más fotografías tenemos menos posibilidades hay de que volvamos algún día a ver aquello que en su día retratamos.

Un amigo que trabaja en temas tecnológicos asegura que nuestros nietos tendrán menos posibilidades de ver fotografías nuestras que nosotros de nuestros abuelos. Todos los ordenadores se apagarán un día para no ser encendidos nunca más, los discos duros en algún momento dejarán de conectarse, las contraseñas se olvidan, los formatos cambian. Todo lo que haya dentro de una computadora que permanezca apagada treinta años no podrá ser recuperado. Un disco duro no podrá resistir un siglo en un desván. Un archivo digital es más frágil que un álbum.

Un poema en el escritorio de un ordenador puede multiplicarse con solo pulsar un botón, con maniobras no mucho más complejas ese poema podrá ser enviado a cualquier lugar del planeta en décimas de segundo. Todo eso es verdad y es fascinante. Pero es verdad también que un poema escrito en un papel tiene algo de piedra capaz de soportar inmutable el paso de los siglos. Frente al omnipresente vapor de lo virtual los álbumes o los cuadernos son resistentes, pétreos, guardan en su interior el don de la paciencia.

La imagen digital no ocupa, no pesa, es vaporosa. Uno guarda cientos o miles de fotografías en su teléfono móvil. Se mezcla todo allí: lo que merece ser guardado (que es lo menos casi siempre) y lo que debería ser eliminado. Pero hacer esa selección lleva un trabajo, así que finalmente las fotografías se descargan como el que descarga un volquete lleno de tierra en el ordenador. En sus entrañas electrónicas se acumulan desordenadas las imágenes en carpetas. Cada fotografía tiene un nombre, que es en realidad un número que no nos dice nada. Los archivos son cada vez más, pero la computadora pesa lo mismo. Por eso guardamos, guardamos, guardamos instantáneas como si quisiésemos atrapar con ellas, en ellas, la vida que se nos va. Pero cuantas más fotografías tenemos menos posibilidades hay de que volvamos algún día a ver aquello que en su día retratamos.

Un amigo que trabaja en temas tecnológicos asegura que nuestros nietos tendrán menos posibilidades de ver fotografías nuestras que nosotros de nuestros abuelos. Todos los ordenadores se apagarán un día para no ser encendidos nunca más, los discos duros en algún momento dejarán de conectarse, las contraseñas se olvidan, los formatos cambian. Todo lo que haya dentro de una computadora que permanezca apagada treinta años no podrá ser recuperado. Un disco duro no podrá resistir un siglo en un desván. Un archivo digital es más frágil que un álbum.