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Política low cost

Sabemos que el 26 de junio habrá elecciones, pero no sabemos dónde están los refugiados sirios que iba a acoger Cantabria. ¡Pobre gente si lo que esperaban era nuestra ayuda! ¿Dónde están ahora nuestros líderes, que se daban golpes de pecho por amor y compromiso con lo que vagan por Europa vapuleados de un lugar a otro? ¿A qué administración echarán la culpa cuando la constatación obvia es el fracaso de todos, sin paliativos?

Reiteradamente, y más aún al calor de la crisis, surgen voces de protesta que cuestionan la representación política. “No nos representan”, dicen. Y es entendible este malestar. Solo que la realidad es mucho peor. Porque los políticos sí que nos representan por más que reneguemos de ellos; y esta decepción que producen es la decepción de nosotros mismos como individuos políticos inmersos en una sociedad.

Esta 'pobre' representación es el eje de nuestros problemas. Todos hemos conocido cómo organizaciones y servicios con escaso o nulo presupuesto eran gestionados admirablemente, rindiendo un servicio social importante. También conocemos lo contrario: importantes organizaciones y departamentos públicos, pomposos jerarcas cuya gestión ofrece unos réditos escandalosamente míseros. Sea lo que fuere, hay que mirar a la cabeza para entender por qué. Y es que las personas, allá donde miremos, son importantes en un sentido u otro. Y el problema de nuestra representación es que las personas de valía ni están ni se las espera.

El 26 de junio habrá elecciones y volveremos a elegir representantes (no se engañe: no votar es también una elección). Habrá una nueva oportunidad de renovar representación y de ver satisfechos los deseos del cuerpo electoral… O mucho me equivoco o volverán las mismas caras, aquí o allá, porque la representación es la que es ante la renuncia de un electorado inmaduro, mañoso y educado en el capricho.

Es fácil decir 'No nos representan', pero habría que estar ciego para no ver los millones de votos que hay detrás de los representantes y negar esa realidad que da pie a muchos equívocos. La pregunta, entonces es: ¿cómo se explica esa incongruencia entre el pensamiento y la realidad posterior?

Uno de los vicios más extendidos es el de la pereza. Nos quejamos de que los centros cívicos programen actividades para jubilados, pero rara vez se verá a un joven implicado en su gestión. Nos quejamos de que las corporaciones desoigan el clamor ciudadano, pero nunca se verá a los 'catedráticos' en un debate plenario. Mostramos nuestro hartazgo en las redes sociales, pero nunca tenemos tiempo para la acción física y real. De la vida interior de las empresas, mejor no hablar; de nuestro compromiso con los más necesitados, apaga y vámonos. Vivimos instalados en la queja… y en la apatía. Así, agotados de darle al click, nos vamos a la cama todas las noches satisfechos por no haber conseguido nada.

El vacío, como en el flujo de las mareas, lo ocupan los que sí saben de estas cosas y tienen mucho que ganar. Ahí, por inacción de la inmensa mayoría, reside la explicación de cómo gente a la que no votarían en casa ni para jefe de escalera, ocupa escaño, despacho y coche oficial. Su mérito tienen y hay que reconocérselo: conocen a la perfección la bobería humana y la pereza de sus conciudadanos. Si a eso se le suman unos partidos políticos dirigidos por cúpulas vitalicias que ceden el testigo como lo han recibido, por herencia, se ha alcanzado la tormenta perfecta de la mediocridad: arribistas, mercachifles, palafreneros, apparátchiks, todos a una encaramados a la tarima del poder.

En esta política 'low cost' ¿dónde están los que valen y podrían ofrecer recetas? En sus casas, bien contentos y tranquilos, sabedores de que no se puede tener excelencia a precio de ganga.

Estos días, del rey para abajo, proliferan las voces críticas con los gastos electorales. En cuatro meses va a haber dos procesos, el primero de los cuales costó 130 millones de euros. Es curioso que estas voces nunca hagan referencia a lo que cuesta anualmente la corrupción, 30.000 millones de euros, pero el gasto electoral les preocupa. Si alguien, sardónico, piensa que la dictadura es más barata, acierta y se equivoca: la dictadura es más barata en papeletas, pero muy cara en términos de corrupción: política, ética y económica. Lo cierto es que, ante la impotencia de unos representantes incapaces de dialogar, acudimos a una nueva cita en la que habrá un nuevo reparto de cartas entre los jugadores.

También se propone, para acabar con la atomización del voto, de encaminar la ley electoral hacia comicios a doble vuelta o a la inglesa, pero la ley electoral ya es de por sí bastante injusta como para darle otra vuelta de tuerca a las mayorías. Mejor sería democratizar por dentro los partidos, airearlos e implicar a los mejores.

Sin embargo, o mucho me equivoco o el 26-J ofrecerá un resultado parecido al de diciembre, salvo que esta vez algo se moverá: los líderes se dejarán de jeremiadas y se verán obligados al pacto. Esta partida se resolverá cediendo.

En todo caso, las caras repetirán o se parecerán mucho. En Cantabria, nuestros candidatos a diputado y senador volverán a darlo todo en plazas de toros y centros sociales. Me temo que a don Carlos Pracht, diputado de Ciudadanos y un hombre llamado a dar inmensos titulares a la prensa, no volveremos a verlo por las Cortes dada su calamitosa irrupción mitinera delante de la plana mayor del partido. Con candidatos así no hay quien gane ni al parchís. Habrá que ver, por su parte, a Rosana Alonso, la diputada de Podemos, cómo navega la tormenta del partido en la región, una tragedia shakespeariana de clase media en donde el Macbeth de turno acabará con la misma degollina que practicó. José Ramón Blanco verá este mes de mayo avanzar el bosque de Birnam para solaz de Juanma Brun, el candidato que no pudo ser en Santander. En cuanto a PP y PSOE, acrimonia y placidez: son partidos acostumbrados a gobernar desde la noche de los tiempos y su capacidad de sorpresa a estas alturas es nula.

El camino está trazado pero faltan buenos pilotos… y buenos ciudadanos.

Sabemos que el 26 de junio habrá elecciones, pero no sabemos dónde están los refugiados sirios que iba a acoger Cantabria. ¡Pobre gente si lo que esperaban era nuestra ayuda! ¿Dónde están ahora nuestros líderes, que se daban golpes de pecho por amor y compromiso con lo que vagan por Europa vapuleados de un lugar a otro? ¿A qué administración echarán la culpa cuando la constatación obvia es el fracaso de todos, sin paliativos?

Reiteradamente, y más aún al calor de la crisis, surgen voces de protesta que cuestionan la representación política. “No nos representan”, dicen. Y es entendible este malestar. Solo que la realidad es mucho peor. Porque los políticos sí que nos representan por más que reneguemos de ellos; y esta decepción que producen es la decepción de nosotros mismos como individuos políticos inmersos en una sociedad.