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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

¿Ponemos puertas al mar?

Se han empezado a colocar grandes refrigeradores frente las cumbres del Kilimanjaro. Mientras, brigadas de helicópteros cargadas de hielo se afanan por descargar material en el Jou Negro de Picos de Europa. En el Pacífico, dos islas han sido elevadas con veinte grúas y las han colocado en unos andamios sobre el nivel del mar. Y en el delta del Ebro, los escolares han cambiado los libros por arena en sus mochilas para depositarla en la gran desembocadura mediterránea.

Como ya sospecharán, estas son afirmaciones falsas, sin sentido. Sin embargo, la pérdida de nieve, la desaparición de islas bajo el mar o la falta de sedimentos en las desembocaduras de muchos sistemas fluviales, no lo son. Son efectos de ir siempre a remolque, siempre por detrás. Con una gestión deficiente de los impactos que sobre los ecosistemas tiene la actividad del ser humano o la propia dinámica natural.

En Santander, ahora, han conseguido sacar adelante el proyecto de construcción de los espigones en la Península de la Magdalena y no son pocas las voces acreditadas que se muestran reticentes a una actuación como ésta en nuestro litoral.

En la actualidad, nos encontramos en un escenario de cambio global, donde al anunciado aumento del nivel del Mar Cantábrico, se une la propia dinámica hidráulica de la Bahía y el aumento continuado en las dimensiones del puntal de Somo, afectando a las corrientes de entrada y salida del agua, cada vez mayores y con olas en aumento en la zona de la Magdalena. Por no hablar ya del aporte de sedimentos desde las cuencas fluviales, claro.

Pero actuaciones como la de los diques de la Magdalena van mucho más del aspecto ingenieril. Mucho más allá de querer ponerle puertas al mar. Este tipo de actuaciones demuestran que la gente que las propone y ejecuta entiende los paisajes como un bonito cuadro de Marnay en vez de lo que en realidad son: elementos naturales conectados, dinámicos y sujetos a numerosos factores que evolucionan a lo largo de la historia.

Pero es que detrás de obras de este calado se suelen esconder trasfondos mucho más filosóficos, éticos si me lo permiten. Como ya ocurrió en otras ocasiones, se deja de lado la sensibilidad ciudadana, la opinión y la consulta a los vecinos, y se ejecutan actuaciones sin haber preguntado ni informado convenientemente a quienes van a disfrutar de estos espacios. Porque de eso se trata, de disfrutar de lugares únicos.

Nuestras costas suelen ser continuamente ninguneadas y alteradas. Ejemplos hemos tenido varios en los últimos años: macropuertos, sendas costeras, escolleras...

Así que, por otro lado ¿con qué displicencia se actúa sin pensar en las generaciones futuras? ¿No les vamos a dejar ningún espacio sin ejercer una transformación, un impacto?

Realmente habría que pararse muchas veces a pensar con qué derecho actuamos sobre la naturaleza, sobre nuestros paisajes. Si estos ecosistemas cambian, que sea de manera natural. Si a nosotros nos gusta pasear por ellos y deleitarnos con sus vistas ¿por qué no pensamos que a los que vengan en un futuro también les gustará? ¿No les vamos a dar la oportunidad de disfrutar?

La cuestión es que esto va mucho más allá de la alteración de un paisaje. Detrás de estos diques lo que se esconde es el poder que nosotros, seres humanos, creemos tener sobre la naturaleza para hacer con ella lo que se nos antoje.  Esto es, sencilla y llanamente, no pensar en el futuro. Ya no del planeta en sí, si no del nuestro propio como especie.

Se han empezado a colocar grandes refrigeradores frente las cumbres del Kilimanjaro. Mientras, brigadas de helicópteros cargadas de hielo se afanan por descargar material en el Jou Negro de Picos de Europa. En el Pacífico, dos islas han sido elevadas con veinte grúas y las han colocado en unos andamios sobre el nivel del mar. Y en el delta del Ebro, los escolares han cambiado los libros por arena en sus mochilas para depositarla en la gran desembocadura mediterránea.

Como ya sospecharán, estas son afirmaciones falsas, sin sentido. Sin embargo, la pérdida de nieve, la desaparición de islas bajo el mar o la falta de sedimentos en las desembocaduras de muchos sistemas fluviales, no lo son. Son efectos de ir siempre a remolque, siempre por detrás. Con una gestión deficiente de los impactos que sobre los ecosistemas tiene la actividad del ser humano o la propia dinámica natural.