Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Ponerse en la piel del otro
Miro en otros lugares y de forma distinta, allí donde no hay espectáculo
En no pocas ocasiones he pensado en las fronteras, los imaginarios que las rodean, siempre me ha interesado lo fronterizo como espacio físico y simbólico, como lugar donde se mezcla “lo de un lado” y “lo del otro”, donde las personas van y vienen, donde los idiomas y los acentos se encuentran, donde no todo es blanco o negro. Lo fronterizo, que puede ser una barrera cultural, geográfica y política, pero también es una posibilidad de encuentro, de hibridación, de mezcla. Y una buena oportunidad de observar el otro lado, de ponerse en el lugar de las otras, de ver qué hay ahí, qué se hace, cómo se vive, qué se come, qué idioma se habla, cómo se percibe el mundo y qué conflictos le afectan.
Podríamos recoger aquí muchas perspectivas sobre las fronteras, pero me interesa destacar la idea de lo fronterizo como espacio habitable, lo que está en medio de dos lados, de dos mundos, de dos territorios, de dos formas de vida. Lo fronterizo como espacio mestizo, híbrido, abigarrado, donde lo puro y sus purezas no encuentran terreno fértil, donde tenemos más preguntas que respuestas. Como espacio de reflexión liberado de las tensiones y prejuicios que nos condicionan a la hora de ejercitar el pensamiento crítico, mucho más difícil de practicar si pretendemos situarnos siempre en un lado súper definido, con imágenes y prácticas preconcebidas que se suelen reproducir sin capacidad crítica alguna, como un eco que se repite para provocar autosatisfacción y reconocerse semejante al resto. Muy típico de colectivos y grupos que se repiten a sí mismos, que sólo reconocen el sonido de su voz y que no se arriesgan a hablar de determinados temas porque están pensando en sus públicos, en elaborar discursos a medida para una audiencia domesticada.
Siempre me han ayudado a pensar y plantearme cosas las situaciones cotidianas con quienes son diferentes a mí, normalmente en contextos donde no estoy cómoda del todo, porque creo que cuando estamos siempre con personas que piensan igual que nosotras, nos volvemos más duros de mollera, menos flexibles y mucho más intolerantes. Habitar el conflicto requiere escuchar a las personas a las que no escucharías de otro modo si no existiera esa tensión, personas que, seguramente, no piensan como tú. El ejercicio de intentar ponerse en la piel de los otros es más necesario que nunca, intentar comprender y entender aquello que nos es más difícil digerir. Lo demás se parece más a repetir una doctrina, a seguir incrustado en un discurso con las orejeras puestas, hay miles de ejemplos cada día en las redes sociales y en la vida misma.
La frontera (cultural, simbólica) de la que me gustaría hablar hoy es la que dibuja a lo rural de un lado y a lo urbano del otro. Tengo la sensación de que esta división sigue viva y operativa (independientemente de lo que pensemos algunas), en ocasiones es pequeñita, apenas tiene altura, como cuando saltamos sin esfuerzo un hilo de agua en el camino; pero en otras ocasiones, es como intentar escalar la montaña más alta para llegar a la cima y ver que del otro lado, hay una ladera imposible de descender.
Hay algunos ejemplos de situaciones o contextos donde se entiende mejor lo que quiero expresar. Por ejemplo, es más común de lo que parece que determinadas escenas incomoden a las personas que vienen a pasar unos días al pueblo, desde el gallo que les despierta con su canto matutino a los campanos de las vacas y yeguas por la noche o el rastro de abono que dejan los animales al ir a beber al pilón. A este respecto, Francia acaba de proteger lo que ha llamado “patrimonio sensorial” del campo, donde incluye aquello que hace referencia a los sonidos y los olores que encontramos en el medio rural, ya sea el canto de los gallos o el olor a estiércol en los prados. Este patrimonio sensorial está directamente relacionado con la actividad humana y, por tanto, cultural. Creo que tendríamos que plantearnos si queremos realmente un campo “envasado al vacío”, un campo donde no se tengan en cuenta las formas de vida de muchas de las personas que lo habitan.
Creo que nunca es tarde para (re)pensar cómo queremos habitar el campo y qué tipo de relación queremos tener con los seres vivos que lo habitan, especies vegetales y animales que forman también parte de nuestras vidas. Este formar parte, para muchas de nosotras es también habitar físicamente, porque vivimos a diario en ese medio y parte de nuestra actividad está directamente relacionada con él en los montes, puertos de montaña, dehesas y comunales que son, al mismo tiempo, el hogar de animales (no sólo domésticos) sino también salvajes como venados, jabalíes, lobos, buitres, corzos o zorros, por citar algunos. Es decir, mantenemos una relación directa y cotidiana con el medio y los animales que lo habitan. Y, como en cualquier relación directa y continuada, existe también el conflicto. Creo que ese habitar en común es conflictivo por definición, porque no es un habitar donde solo estamos con los que piensan como nosotros y actúan como nosotros, sino que tenemos que convivir también con aquellos diferentes a nosotros. Esto incluye una convivencia real, no sólo con las personas, sino con los animales: con aquellos con los que he elegido estar (los domésticos) y con los que no (los salvajes, no porque no elija que estén, sino porque estarán independientemente de lo que yo elija), que forman parte del ecosistema y a los que tendré que tener en cuenta como actores implicados en la realidad.
Algo parecido está pasando en los últimos años cuando se habla del lobo, mejor dicho, del conflicto que se ha generado en torno al lobo, convertido en símbolo máximo de una “lucha” en la que, con argumentos que en ocasiones alcanzan una enorme violencia simbólica (a su favor o en su contra), se está construyendo socialmente un sólido muro que impide que algunas personas se sitúen en lo fronterizo como espacio de reflexión, que se quieran acercar a “mirar desde el otro lado”, a “ponerse en la piel del otro”. Merece la pena leer a Julio Majas Andray en su artículo 'Una oportunidad para desmontar tópicos' publicado en la revista Soberanía Alimentaria explicando cómo se reproducen los estereotipos, donde también destaca la importante labor de la Fundación Entretantos en la mediación en el conflicto del lobo.
He visto y vivido muchas situaciones donde me siento privilegiada por poder tener “un pie a cada lado” de ese muro imaginario, por haber podido escuchar a personas muy diferentes a mí, con las que no comparto prácticamente nada, más allá de vivir en el mismo trocito de tierra. Cada vez desconfío más de los discursos que tienen soluciones para todo, que saben siempre lo que hay que hacer, que solo se sienten cómodos hablando a los “suyos” como si fueran una caja de resonancia y un eco amable. Yo no tengo respuestas al conflicto del lobo, ni puedo brindar titulares sensacionalistas. Sí puedo intentar explicar otros modos de habitar ese conflicto que no alimenten el odio hacia uno y otro lado. Solo puedo hacerlo desde lo fronterizo, desde un espacio mestizo, que se puede ver atravesado por ambas maneras de estar en el mundo. Desde una perspectiva que es, a la vez, parte afectada por los ataques del lobo como cualquier otra ganadería extensiva y defensora de un modelo de convivencia con la fauna salvaje radicalmente agroecológico.
Es necesario también en este proceso una transición hacia un modelo de economía que haga entender al consumidor final que no es lo mismo producir carne en un territorio donde los animales mantienen la relación con su ecosistema, que lo habitan y pueden ser alimento de la fauna salvaje, que en un cebadero. Un cambio de modelo en la producción de alimentos, donde no se produzca mucho, sino que se produzca mejor, donde no haya que comer todos los días proteínas animales, pero tampoco tengamos que ver cómo se cultiva carne en un laboratorio. Un cambio de modelo donde la turistificación y la política del cemento no asfixie los modos de vida que muchas personas han decidido tener en el campo.
¿Se puede habitar la frontera, ese espacio entre, ese imaginario mestizo, ese límite de límites, esa incertidumbre? Quizás prefiramos seguir levantando un muro imaginario construido sobre la ignorancia, el miedo, el “siempre se hizo así”, el conservadurismo, la ñoñería o el temor hacia lo desconocido. He escrito este artículo desde ese pie en cada lado, desde esa mirada de 360 grados, desde una reflexión que no busca respuestas, sino que se plantea muchas dudas y desde una huida de los discursos sensacionalistas que se utilizan como arma arrojadiza o para obtener algún tipo de rendimiento político o económico.
Gracias a una investigación en la que estoy participando sobre espacios artísticos en el medio rural, estos días he descubierto un proyecto cultural que se llama “Azala”, una palabra en euskera (que se pronuncia “asala”) y significa piel, dicen en su web: “una membrana permeable que permite al organismo mantener íntegras sus estructuras al tiempo que comunicarse con el entorno. ”Azala“ también significa superficie en euskera, aquello que hace referencia a la extensión de un territorio”. Mi lugar de partida para pensar este texto ha tenido mucho de “azala”, de diálogo con el entorno. También de superficie (no entendida como algo superficial), sino como esa piel que se expone al contexto, que se nutre de él y que también es atravesada y, en ocasiones, puede ser herida.
Miro en otros lugares y de forma distinta, allí donde no hay espectáculo
En no pocas ocasiones he pensado en las fronteras, los imaginarios que las rodean, siempre me ha interesado lo fronterizo como espacio físico y simbólico, como lugar donde se mezcla “lo de un lado” y “lo del otro”, donde las personas van y vienen, donde los idiomas y los acentos se encuentran, donde no todo es blanco o negro. Lo fronterizo, que puede ser una barrera cultural, geográfica y política, pero también es una posibilidad de encuentro, de hibridación, de mezcla. Y una buena oportunidad de observar el otro lado, de ponerse en el lugar de las otras, de ver qué hay ahí, qué se hace, cómo se vive, qué se come, qué idioma se habla, cómo se percibe el mundo y qué conflictos le afectan.