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Problemas de dormitorio

Ni a mi mujer ni a mí nos interesan los tríos. Pero cae la noche y ahí estamos los tres, en el dormitorio, desnudos: ella, el mosquito y yo.

De los tres, el único que se frota las manos anticipadamente feliz es el mosquito. Nosotros, en cambio, estamos consternados. Queremos que se vaya. Se lo hemos dicho de todas las maneras posibles. Algunas de ellas muy poco elegantes, cierto, pero eso fue después de haber agotado todas las posibilidades amistosas. Por ser amigables empezamos poniéndole nombre, porque es difícil hablar a alguien noche tras noche sin nombrarlo. Nuestro mosquito se llama Manolo.

Los intentos amistosos empezaron explicándole la situación:

—Hombre, Manolo, ¿no te importaría ir a otro sitio? Es que los dos trabajamos y hoy estamos cansados —descartamos eso tan socorrido de «me duele la cabeza», porque es menos verosímil que nos duela a los dos al tiempo.

Pero que si quieres arroz. Manolo va a posarse un poco más lejos, mira al vacío haciéndose el interesante y se limpia con fruición las patas delanteras, pero, como Catilina, seguirá abusando de nuestra paciencia, riéndose de nosotros con una osadía desenfrenada.

Hemos estudiado a Cicerón, como se ve, a ver si puliendo nuestras capacidades retóricas conseguíamos convencerlo. Pero no ha habido modo de que se marchara: solo está interesado en chupar sangre y no atiende razones.

Hay quien afirma que los mosquitos solo aparecen en verano, pero Manolo está presente todo el año. No se trata de una mutación genética como la que permitió a la androide amante de Harrison Ford sortear su fecha de caducidad y vivir una vida larga, no. Es algo mucho más sencillo: las perennes obras en los edificios de alrededor, que aseguran depósitos de agua estancada donde los animalitos ponen sus huevos, y la calefacción del interior de las casas: donde hay obras, hay chupadores de sangre.

Hemos probado casi todos los remedios de los que hemos oído hablar para alejar a Manolo. Hemos evitado matarlo, debido a nuestras convicciones religiosas, que también nos han impedido probar un truco recomendado en algunos medios: generar anhídrido carbónico en un punto alejado, porque parece que los mosquitos saben que donde hay CO2 hay un paisano propietario de un torrente sanguíneo y hacia allí dirigen sus pasos, digo, su vuelo.

Hemos probado artefactos dispensadores de gas que lo mantendrían alejado sin perjudicar lo más mínimo a los humanos de los alrededores, pero todos ellos incumplen al menos una de las dos promesas. Yo personalmente he probado otros artilugios que emiten unos ultrasonidos que debían ahuyentarlos.

—Eso y mis narices treintaytrés… —dice mi mujer. Pues curiosamente esto sí funciona: lo coloco en mi lado de la cama y Manolo actúa en el otro, en el de ella. Pero, claro, no es plan: no me gustan los tríos, pero de ningún modo voy a consentir que estos dos empiecen una relación de pareja de la que quede excluido.

¿Por qué las abejas corren peligro de extinguirse y los mosquitos no? La pregunta hace recordar aquello que se repite en los funerales: «Solo se mueren los buenos», una frase bienintencionada que los deudos del finado agradecen, pero que entendida literalmente es claramente mentira.

¿Por qué las benditas, industriosas, abejas corren peligro de extinguirse y los improductivos, ladrones, mosquitos no? Se conoce que eso de trabajar sin meterse con nadie no tiene futuro. Chupar sangre, en cambio, es un modo seguro de medrar en cualquier sitio.

Años llevamos probando cosas y pidiendo consejo a los conocidos. Pero el otro día cenando en un bar un matrimonio amigo nos dio uno que nos cogió por sorpresa: la moción de censura. Tenemos una vaga idea de que eso es una cosa política, pero según nuestros amigos se ha demostrado que puede servir para desalojar a los chupadores de sangre.

—Y eso ¿se compra en la ferretería o en la botica? —pregunto cándidamente, sin poder evitar poner esperanzas en la nueva solución. La larga explicación que responde mi pregunta nos aclara que es un procedimiento que implica darle muchísimo dinero al Partido Nacionalista Vasco. Mi mujer y yo nos miramos. Por un lado, no tenemos tanto dinero como parece necesitarse; por otro, no entendemos que tengamos que recibir en nuestro dormitorio a los nacionalistas vascos. ¿Han aprendido de Cicerón más que nosotros, y por tanto pueden convencer a Manolo de que se vaya…?

Tengo cierta confianza con el camarero del bar; cuando nos ponemos las chaquetas para irnos me susurra con discreción:

—¡Ni se te ocurra tratar con el PNV! A primera vista son solo gente corriente con boina, pero detrás viene el Vaticano entero.

Esa noche sueño con Munilla, obispo de Donostia, que parece haber perdido un millón de euros, lo que explicaría en parte, supongo, que las mociones de censura sean tan caras. En el sueño, el obispo entra en mi dormitorio hablando de fútbol, no sé qué de un gol que dice que ha metido el diablo; me tira una bendición que acierta con mi entrepierna y quedo omnipotente para siempre. Me despierto sudando frío y oyendo el zumbido burlón de Manolo. Mucho me temo que estamos condenados a vivir en trío hasta que la muerte nos ampare.

Ni a mi mujer ni a mí nos interesan los tríos. Pero cae la noche y ahí estamos los tres, en el dormitorio, desnudos: ella, el mosquito y yo.

De los tres, el único que se frota las manos anticipadamente feliz es el mosquito. Nosotros, en cambio, estamos consternados. Queremos que se vaya. Se lo hemos dicho de todas las maneras posibles. Algunas de ellas muy poco elegantes, cierto, pero eso fue después de haber agotado todas las posibilidades amistosas. Por ser amigables empezamos poniéndole nombre, porque es difícil hablar a alguien noche tras noche sin nombrarlo. Nuestro mosquito se llama Manolo.