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Redes, piras y pasta de dientes

Hoy ya no arden hogueras para la quema de herejes como en otros siglos, hoy lo que arden son las redes sociales, ese empoderamiento del ciudadano común que le da ocasión no solo de opinar, sino de hacerlo público y de hacerlo con contundencia. Esto es bueno de por sí, es un logro para aquellos cuya opinión nunca ha contado públicamente, pero, aunque no arda nadie físicamente ya, el fanatismo y la intolerancia siguen gozando, con otros ropajes, de buena salud en los nuevos medios tecnológicos de relación social.

Uno puede tener una opinión, pero no puede tener una opinión sobre todo y en todo momento. Y lo que no puede pretender es que su opinión sea aceptada por los demás como una creencia incuestionable. No puede ser y además es imposible, como diría aquél. Pero basta abrir un perfil en Twitter o un muro en Facebook para asistir en directo al espectáculo de centenares de miles de personas que expresan opiniones radicales sobre la más peregrina cuestión con una determinación y virulencia que espeluznan. Estos ciudadanos que exigen rigor, respeto y consideración para sí se comportan como modernos inquisidores de la sangre y el fuego; y no falta quien lamenta que Twitter se haya convertido en una cacería para acto seguido integrarse en la jauría del día.

Un hombre está agonizando en su cama. Es un agente de seguros que ha dedicado toda su vida a trabajar y no está dispuesto a dar su brazo a torcer: ha sido ateo toda su vida y será coherente hasta el final. Pero su familia no piensa igual y llama sin su consentimiento a un sacerdote. Ya saben, por si acaso, nunca se sabe... Cuando el sacerdote llega, se le hace pasar junto al moribundo y, sorprendentemente, transcurre una hora en la que no se oye un juramento ni un ruido. Cuando el sacerdote sale de la habitación, la familia expectante le pregunta si ha conseguido que el cuasifinado se arrepienta de sus pecados. El sacerdote, tras un largo silencio, dice:

-No, pero acabo de suscribir una póliza.

El sacerdote vive en un mundo de creencias y el agente de seguros en el de los argumentos. Que el segundo pudiera convencer al primero manifiesta que no todos los que viven de creencias son intolerantes. Pero en muchas ocasiones sí lo son. Y en estos casos no hay posibilidad de entendimiento alguno, porque son dos planos de la realidad distintos. No se puede andar por el techo y por el suelo a la vez.

Quien manifiesta fanáticamente creencias o ideologías, sean cuales sean, parte de una base que no tolera cuestionamientos y además está dispuesto a imponérselas a los demás. El fanático no vive en el mundo de la lógica sino en el de los dioses, laicos o salidos de un desierto, mientras que quien vive en el mundo de la lógica podrá ser más o menos duro de pelar pero ofrece una base para el entendimiento. Al primero no se le podrá convencer nunca de que la tierra es redonda y orbita alrededor del sol; el segundo está dispuesto a discutirlo. El único punto de contacto entre ellos es la pira de herejes.

Sólo hay una forma de enfrentarse a un fanático. Aislándolo. Como no hay diálogo posible, la única actitud es reducirlo a la mínima expresión y que pierda la capacidad de influir. Los fanatismos también expiran, tienen su obsolescencia, aburren, aunque luego vengan otras creencias a ocupar su lugar. Pero lo que siempre queda es el fanático. Puede decirse que éste es el tubo y la creencia la pasta de dientes. La marca es lo de menos.

La duda, las objeciones, las alternativas no van muy lejos con el fanático. Voltaire tenía un método curioso para encararse con uno: asumía, como si no fuera con él, el fanatismo contrario y empezaba a tirar del hilo. Así salían a relucir sorprendentes concomitancias entre ideologías en apariencia irreconciliables, máximas literalmente exactas en polos opuestos, detalles que harían enrojecer a un fanático, no porque se cuestionara su creencia, sino porque esta era compartida por sus demonios. En el fondo sería bastante divertido si las cosas terminaran ahí, pero rara vez terminan ahí.

Voltaire no pretendía con este juego endiablado que el fanático cambiara de opinión (era consciente de la imposibilidad), pero sí obtenía material para llevar la duda a los menos intolerantes.

El fanático de verdad no tiene arreglo y lo único que hay que impedir es que no cree ninguna 'zona cero'.

Hoy ya no arden hogueras para la quema de herejes como en otros siglos, hoy lo que arden son las redes sociales, ese empoderamiento del ciudadano común que le da ocasión no solo de opinar, sino de hacerlo público y de hacerlo con contundencia. Esto es bueno de por sí, es un logro para aquellos cuya opinión nunca ha contado públicamente, pero, aunque no arda nadie físicamente ya, el fanatismo y la intolerancia siguen gozando, con otros ropajes, de buena salud en los nuevos medios tecnológicos de relación social.

Uno puede tener una opinión, pero no puede tener una opinión sobre todo y en todo momento. Y lo que no puede pretender es que su opinión sea aceptada por los demás como una creencia incuestionable. No puede ser y además es imposible, como diría aquél. Pero basta abrir un perfil en Twitter o un muro en Facebook para asistir en directo al espectáculo de centenares de miles de personas que expresan opiniones radicales sobre la más peregrina cuestión con una determinación y virulencia que espeluznan. Estos ciudadanos que exigen rigor, respeto y consideración para sí se comportan como modernos inquisidores de la sangre y el fuego; y no falta quien lamenta que Twitter se haya convertido en una cacería para acto seguido integrarse en la jauría del día.