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OPINIÓN | 'Este año tampoco', por Antón Losada

Regresión, repliegue y resistencia

Hemos llegado a un punto en que parece hasta de mal gusto ironizar sobre el final de la historia. Efectivamente, desde aquella  profecía neocón que declaraba consumada la trayectoria de la humanidad, la historia ha conocido  unas cuantas peripecias;  y desde la detonación de la crisis financiera camina por unos derroteros que evocan épocas  tenebrosas.  Como siempre, el lenguaje registra fielmente los cambios acaecidos en el paisaje social.  Seguramente no hay mejor indicador de la regresión civilizacional que vivimos que la mutación que ha sufrido, nunca mejor dicho, la palabra 'reforma'. Si  remontamos el curso histórico encontraremos que el término ha tenido hasta ayer una connotación positiva, las reformas eran un instrumento al servicio de la emancipación y la mejora de las instituciones humanas. Recordamos que los grandes reformadores  del XIX (Owen, Saint Simon, Fourier…) se autocalificaban como tales porque entendían su reflexión como una herramienta para la transformación, para cambiar el mundo. Hoy la palabra ha sido pervertida para  alojar el sentido opuesto, cambios institucionales que abocan al recorte de derechos. La reforma laboral, producto de la mayoría absoluta conservadora, es un botón de muestra de ese mantra de la escolástica neoliberal de las “reformas estructurales”, un eufemismo dogmático que enmascara el expolio de derechos sociales. Una involución parecida han experimentado otros términos, en particular los que incorporan la raíz de libertad, presente en el significante mismo del neoliberalismo (como la liberalización), pese a su manifiesto contenido antiliberal.

Esta involución semántica se completa con la práctica expulsión del discurso público de los derechos humanos, el vértice geodésico nacido de la experiencia totalitaria. La emasculación de los derechos sociales, pese a estar recogidos en la Constitución Española, es una prueba del asalto a la ciudadela de la ciudadanía. Nuestro estado –y otros, no es desgraciadamente un mal particular– ha perdido buena parte de su nunca sólido andamiaje social. La abducción de la política por los poderes de la economía y las finanzas, la desaparición de la igualdad como un requisito de sostenibilidad política –más allá de las preferencias ideológicas: es una constante de la buena politeia desde Aristóteles–, la aceptación de los criterios instrumentales (macroeconómicos: la prioridad de PP y C’s en estas conversaciones preliminares es el “techo de gasto” no el suelo de derechos) contra los normativos, revela una regresión que nos devuelve a un siglo atrás, cuando el liberalismo sucumbió a los embates confabulados de especuladores y caudillos. Es una alianza de hecho que presenta hoy sus aristas más inquietantes y mediante la cual encontramos a los excluidos de la globalización neoliberal votando las propuestas del populismo xenófobo en media Europa o EEUU, para culpar de su exclusión a los excluidos de segundo grado (inmigrantes, refugiados y minorías señaladas como chivos expiatorios). Esta coalición es expresión de un circuito perverso que trenza globalización neoliberal y tribalismo, presentándose este último como una fórmula salvadora frente a los estragos de aquella. La aceptación de estas recetas, de estas utopías de naufragio, es un exponente del gran expolio a que ha sido sometido el sueño europeo. Si la modernidad es la transformación de los súbditos en ciudadanos a través del contrato social, la globalización neoliberal nos ha convertido en clientes para degradarnos luego a la condición de semiesclavos.

Este repliegue se refleja en una especie de nostalgia de Westfalia para recuperar el protagonismo del Estado-nación, un anacronismo que debería ceder paso a configuraciones federales cada vez más inclusivas en la dirección del cosmopolitismo antropocéntrico de cuño kantiano. Es anacrónico porque hace tiempo, por lo menos desde que el programa de la Comisión Trilateral fue aceptado por la socialdemocracia con el Consenso de Washington, que estados e individuos han sido desposeídos de su soberanía. De la misma manera que, aparte de su significado profundamente inhumano, el  reflejo de volver a levantar vallas y muros se antoja tan inane ante la naturaleza planetaria de los problemas de la desigualdad como las respuestas  parciales frente a la escala del cambio climático. 

Este desajuste esquizofrénico entre la naturaleza objetiva de los problemas de nuestro tiempo y el tipo de reacciones instrumentalizadas mencionadas tiene un soporte en el plano del conocimiento. Para decirlo en breve: tenemos ejércitos de nanoexpertos pero adolecemos de una ignorancia global; de otro modo, buena parte de la ciudadanía carece de una imagen del mundo que le permita responder y actuar de forma congruente y no seguidista de los demagogos. Estamos aquí en el problema dorsal de nuestra sociedad: la ausencia de un marco de legibilidad o inteligilibilidad  panorámico del funcionamiento de sus procesos decisivos; en particular los que tienen que ver con la distribución de los recursos. No es ajeno a ello que la colonización neoliberal de la educación esté expulsando de ella a quienes pueden proporcionar  el mapa  macro: las ciencias humanas y sociales; un espacio del que, por cierto y sin que se les haya reclamado responsabilidades corporativas, ha desertado buena parte de los economistas, los expertos mejor pagados de las ciencias blandas.

Frente a este repliegue tribal y tecnocrático, una cultura resistencialista encaminada a defender  derechos costosamente conquistados y hacer propuestas emancipatorias, tiene que alentar un conocimiento integrado y socialmente motivado: la función del saber, la prioritaria, es mejorar la vida de las personas, todo lo demás es instrumental. Establecer la prevalencia normativa de la dignidad de las personas, de la inaceptabilidad de la desigualdad creciente, es una condición de sostenibilidad social, créanlo o no los devotos de la escolástica de Wall Street. La resistencia tiene que cifrarse hoy en  enfrentarse al gran expolio, el que nos arrebata no sólo los recursos necesarios sino el sustento mismo de la dignidad, sin la cual la ciudadanía es un cascarón vacío. Desde ahí hay que construir las nuevas utopías. Partiendo, contra lo que expresan las prácticas de las elites depredadoras, de que no hay signo más elocuente de la deshumanización que la insensibilidad ante el dolor ajeno. El maltrato y la complicidad con la injusticia es también una forma de suicidio moral. Y un indicador de la  gravedad de la regresión civilizacional.

Hemos llegado a un punto en que parece hasta de mal gusto ironizar sobre el final de la historia. Efectivamente, desde aquella  profecía neocón que declaraba consumada la trayectoria de la humanidad, la historia ha conocido  unas cuantas peripecias;  y desde la detonación de la crisis financiera camina por unos derroteros que evocan épocas  tenebrosas.  Como siempre, el lenguaje registra fielmente los cambios acaecidos en el paisaje social.  Seguramente no hay mejor indicador de la regresión civilizacional que vivimos que la mutación que ha sufrido, nunca mejor dicho, la palabra 'reforma'. Si  remontamos el curso histórico encontraremos que el término ha tenido hasta ayer una connotación positiva, las reformas eran un instrumento al servicio de la emancipación y la mejora de las instituciones humanas. Recordamos que los grandes reformadores  del XIX (Owen, Saint Simon, Fourier…) se autocalificaban como tales porque entendían su reflexión como una herramienta para la transformación, para cambiar el mundo. Hoy la palabra ha sido pervertida para  alojar el sentido opuesto, cambios institucionales que abocan al recorte de derechos. La reforma laboral, producto de la mayoría absoluta conservadora, es un botón de muestra de ese mantra de la escolástica neoliberal de las “reformas estructurales”, un eufemismo dogmático que enmascara el expolio de derechos sociales. Una involución parecida han experimentado otros términos, en particular los que incorporan la raíz de libertad, presente en el significante mismo del neoliberalismo (como la liberalización), pese a su manifiesto contenido antiliberal.

Esta involución semántica se completa con la práctica expulsión del discurso público de los derechos humanos, el vértice geodésico nacido de la experiencia totalitaria. La emasculación de los derechos sociales, pese a estar recogidos en la Constitución Española, es una prueba del asalto a la ciudadela de la ciudadanía. Nuestro estado –y otros, no es desgraciadamente un mal particular– ha perdido buena parte de su nunca sólido andamiaje social. La abducción de la política por los poderes de la economía y las finanzas, la desaparición de la igualdad como un requisito de sostenibilidad política –más allá de las preferencias ideológicas: es una constante de la buena politeia desde Aristóteles–, la aceptación de los criterios instrumentales (macroeconómicos: la prioridad de PP y C’s en estas conversaciones preliminares es el “techo de gasto” no el suelo de derechos) contra los normativos, revela una regresión que nos devuelve a un siglo atrás, cuando el liberalismo sucumbió a los embates confabulados de especuladores y caudillos. Es una alianza de hecho que presenta hoy sus aristas más inquietantes y mediante la cual encontramos a los excluidos de la globalización neoliberal votando las propuestas del populismo xenófobo en media Europa o EEUU, para culpar de su exclusión a los excluidos de segundo grado (inmigrantes, refugiados y minorías señaladas como chivos expiatorios). Esta coalición es expresión de un circuito perverso que trenza globalización neoliberal y tribalismo, presentándose este último como una fórmula salvadora frente a los estragos de aquella. La aceptación de estas recetas, de estas utopías de naufragio, es un exponente del gran expolio a que ha sido sometido el sueño europeo. Si la modernidad es la transformación de los súbditos en ciudadanos a través del contrato social, la globalización neoliberal nos ha convertido en clientes para degradarnos luego a la condición de semiesclavos.