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El Resbaladero de Lunada
Hace unos meses, en este mismo lugar, publiqué una pequeña reflexión sobre la mutabilidad del paisaje por la mano humana, sobre la no persistencia ad eternum de eso que tan invariable nos parece. Quince días atrás, y también lo comentamos, tuvimos una muestra “natural” de esos cambios. Como escribir es, en buena medida, dialogar con uno mismo, hoy voy a volver sobre una de las ideas que dejé colgando en su día. Una que nos habla de cierta construcción realmente sorprendente, epatante, que existió aquí mismo hace apenas unos siglos. Prácticamente desconocida, por demás, pese a que sus huellas pueden rastrearse perfectamente si uno sabe dónde y cómo mirar. Hablo del Resbaladero de Lunada.
¿En pocas palabras? En Cantabria, en uno de los entornos más espectaculares y escondidos de nuestras montañas, tenemos un enorme tobogán de varios kilómetros de longitud por el que rodaban toneladas de madera cada día. Una especie de milagro incomprensible para quien no conozca la Historia que, de hecho, se mostró ineficaz casi desde el primer momento. Pero existió, fue, y aun sigue siendo a su manera. La de las cosas que perviven. La de los relatos que todavía se cuentan.
Veamos. Desde principios del siglo XVII existían fundiciones propiedad de la Monarquía en Liérganes, primero, y La Cavada, más tarde. La cercanía de varios elementos claves para esta industria (bosques, un río de cierto caudal estable, y, sobre todo, las vetas ferrosas de Montecillo y Vizmaya) hacían de este espacio lugar ideal para establecer lo que terminaron siendo las Reales Fábricas de Artillería en Liérganes y La Cavada, que funcionarán durante más de dos siglos.
Avancemos un poco en el tiempo. Finales del siglo XVIII. La gran cantidad de madera necesaria para hacer funcionar las fábricas (pensemos que utilizaban carbón de leña, fabricado junto a las mismas fundiciones, y que para conseguir buenas piezas de metal era necesario alcanzar altísimas temperaturas) había deforestado toda esa zona de Cantabria, lo que obligaba a importar parte de la madera desde Burgos. Pero aquí surgía el problema de cómo hacer bajar todos esos troncos a través del puerto de Lunada. Hacerlo por el antiguo camino era pesado, lento y costoso, con lo que esa opción estaba descartada. Así que a alguien se le ocurrió la idea… ¿Por qué no los ponemos en un tobogán y esperamos a que la gravedad haga su trabajo? Fue el germen del llamado Resbaladero de Lunada.
El magín lo tiene un ingeniero austriaco (nacido en lo que actualmente sería Eslovenia) que llevaba por nombre Wolfgang Mucha. Es él quien se compromete a hacer que resbalen hasta 100.000 carros de madera anuales por esa rampa. La realidad, veremos, fue mucho más modesta.
Cuando hablamos del Resbaladero de Lunada lo hacemos de un enorme tobogán de algo más de 2.000 metros de longitud, que salva en esa distancia unos 800 metros de desnivel. Es decir, una pendiente altísima, una rampa en toda regla cuya estructura cambió para siempre la morfología del valle por donde discurre desde que se abrió por primera vez en 1791. En apenas un mes se comenzaron a hacer iniciales descensos de prueba por la misma, lo que habla bien a las claras de la importancia de la obra. Los primeros troncos que regularmente bajaron por el tobogán tuvieron que esperar hasta el 5 de septiembre de 1792.
La sección del resbaladero era semicircular, más ancha en el fondo que en la abertura (formaba un embudo) y estaba montado sobre madera en tijera, construida con más de 5.000 hayas. Su anchura era variable, de entre 3 y 4,5 metros, y tuvo forma de “U”. Una obra gigantesca que comenzaba en el mismo Portillo, en una gran explanada cercada a cal y canto desde donde se preparaban los troncos, que llegaban hasta allí en carros proveniente de Castilla, para que resbalasen más tarde ladera abajo.
Se llegaba de esta forma a la primera parte del Resbaladero, un tramo rectilíneo y empedrado, sin apenas pendiente que termina en un muro de contención a partir del cual la rampa aumenta de forma muy brusca. Desde allí el Resbaladero intentará no superar nunca el 20%, de inclinación con el fin de que los troncos no cojan excesiva velocidad, y recurriendo a zigzagueos en ocasiones para salvar lo abrupto del lugar. Incluso tuvo que idear un desnevadero, que servía para que no se acumulase excesiva nieve en la estructura al paso por un pequeño arroyo.
Todo este ingenio se regaba con frecuencia para conseguir que los troncos bajasen con más facilidad… aunque en los inviernos eso hacía que existiesen placas de hielo que convertían el descenso en una carrera alocada con madera volando y desgracias latiendo. Uno de tantos problemas que, como veremos, contribuyó a hacer que esta obra de ingeniería fuera, lo adelantamos, un completo fracaso.
Justo al final de este último tramo se encuentra la llamada estación de cambio de pendiente y la rampa final, que aun se puede apreciar, y que servía para que los troncos ralentizaran su velocidad hasta detenerse llegando a la llanada de la Pila.
Habían transcurrido sólo dos minutos desde que la madera estaba en el Portillo de Lunada. Había llegado a la conocida como Casa del Rey, llamada así por el escudo heráldico de Carlos II que adornaba su fachada, y que aun hoy se puede contemplar si ascendemos por este inmenso puerto y vamos mirando con atención todo lo que nos rodea. Servía de almacén y, en general, como un espacio de servicios varios para quienes trabajaban en el Resbaladero. Hoy en día, con su estructura externa casi inalterada, la casa tiene aprovechamiento ganadero.
Desde allí los leños bajaban por un (muy modificado, canalizado y represado) río Miera, hasta llegar a su destino en La Cavada. Cansados, astillados, empapados. Hablamos de un invento inútil a la larga, porque plantea tantos problemas como resuelve. Este sistema de transporte hace que para generar la misma energía calorífica haga falta mucha más madera de la necesaria en otras condiciones. Por lo tanto, las talas serán cada vez más y más abundantes. Como vemos, es la pescadilla que se muerde la cola. Algo tan habitual…
Ya a finales del siglo XVIII el Resbaladero deja de usarse con frecuencia, y en 1800 se ve afectado por un gran temporal de nieve que causó destrozos en los retenes y las tablas del tobogán. Aunque se arreglaron esos desperfectos, la estructura nunca volvió a utilizarse.
Hoy solo quedan recuerdos. De las fábricas de La Cavada (donde llegaron a estar los que fueron mayores altos hornos del mundo…durante unos pocos años) y del propio Resbaladero de Lunada. El viajero avispado y paciente podrá rastrear el final de ese Resbaladero en una pequeña rampa que aun se conserva, y que es perfectamente visible desde La Concha o desde el mirador que hay un par de kilómetros más arriba de este pueblo. También podrá contemplar la Casa del Rey, y la finca circundante, perfectamente delimitada y con un aspecto paisajístico totalmente distinto de las que la rodean. Si a eso le sumamos las presas, los cauces del Miera, el propio retorcerse de la carretera, los hitos…la conclusión queda clara. No existe mejor libro de Historia para el curioso en el pasado de Cantabria que la propia geografía. Solo hay que saber mirar. Dónde, cómo. Y entonces lo que fue, es, y se muestra. Primero tímido, renuente. Más tarde, con claridad algo orgullosa.
Hace unos meses, en este mismo lugar, publiqué una pequeña reflexión sobre la mutabilidad del paisaje por la mano humana, sobre la no persistencia ad eternum de eso que tan invariable nos parece. Quince días atrás, y también lo comentamos, tuvimos una muestra “natural” de esos cambios. Como escribir es, en buena medida, dialogar con uno mismo, hoy voy a volver sobre una de las ideas que dejé colgando en su día. Una que nos habla de cierta construcción realmente sorprendente, epatante, que existió aquí mismo hace apenas unos siglos. Prácticamente desconocida, por demás, pese a que sus huellas pueden rastrearse perfectamente si uno sabe dónde y cómo mirar. Hablo del Resbaladero de Lunada.
¿En pocas palabras? En Cantabria, en uno de los entornos más espectaculares y escondidos de nuestras montañas, tenemos un enorme tobogán de varios kilómetros de longitud por el que rodaban toneladas de madera cada día. Una especie de milagro incomprensible para quien no conozca la Historia que, de hecho, se mostró ineficaz casi desde el primer momento. Pero existió, fue, y aun sigue siendo a su manera. La de las cosas que perviven. La de los relatos que todavía se cuentan.