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Opinión - Ni liderazgo ni autoridad. Por Esther Palomera

Ricardo Moya

No recuerdo en qué momento conocí a Ricardo, pero ambos teníamos quince o dieciséis años. Entonces creía que los amigos se elegían, a diferencia de la familia, que te venía dada. Hoy más bien creo que también los amigos te caen en suerte, o desgracia, por designio de algún geniecillo vacilón, benevolente en alguna ocasión. El caso es que Ricardo y yo compartimos pupitres en un instituto y nos hicimos amigos e hicimos proyectos juntos.

Un proyecto: de mayores íbamos a ser editores. Entraríamos en el glamuroso mundo de la edición internacional directamente por lo más alto del escalafón. Como él hablaba francés (era un decir), se casaría con la hija de Gallimard; como yo hablaba inglés (ídem de lienzo), haría lo propio con la hija de Thames & Hudson.

Dado que ambos teníamos poca experiencia en el arte de seducir hablando en guiri, en verano fuimos a buscar extranjeras en los alrededores de la UIMPY para hacer prácticas. Ricardo le decía a cada rubia que pasaba, articulando con mucha precisión:

—¿Du yu buont a drink?

Tuvimos mucho éxito. Ganamos mucha sabiduría. Ya saben, es de sabios rectificar, y eso. En consecuencia, yo entré en el glamuroso mundo de la edición internacional por el puesto inmediatamente inferior al de consorte de una rica heredera (aprendiz en una imprenta muy buena). Ricardo fue más sabio todavía y se lanzó a una triunfal carrera de actor que empezó en Barcelona, acompañado de Luli Peredo, en los tiempos en que el Institut del Teatre estaba en la calle Elisabets, poco después de que yo me fuera a Madrid. Años más tarde cambiamos, marché a Barcelona y vino a la capital.

Así que durante mucho tiempo hemos tenido un montón de encuentros breves, en cualquier clase de sitio y circunstancia. A mí este trato con Ricardo me ha traído un montón de, digamos, relatos breves, porque ya saben ustedes que las anécdotas dejan de llamarse así en cuanto pasan por las manos de un editor.

Por ejemplo con Ovidi Montllor, comiendo en uno de los muchos restaurantes de Ventura de la Vega, los ocupantes de una mesa que salen mirando la nuestra y murmurando «que no es, que no es», pero uno de ellos más decidido que se acerca a Ovidi y le dice:

—Hola José Luis, ¿te importa firmarme un autógrafo?

—Claro, hombre, ¿cómo te llamas?

Y firma un «Para Fulano, con afecto, de su amigo José Luis Gómez». ¡Lo poco que cuesta hacer feliz a alguien!

O ir a la casa de Nuria Espert y ver una mesa inmensa desierta salvo por un único telegrama desplegado, diciendo a gritos ¡léeme!, que decía «Muchas felicidades y un abrazo muy grande» y firmaba «Sofía, Reina», y, despistado que es uno, romperse la cabeza intentando recordar si Juanita Reina tenía alguna hermana llamada Sofía.

También fuimos al estreno de Pepi, Luci, Bom… al cine Peñalver, pero nos perdimos la película porque estuvimos bebiendo con Félix Rotaeta en un bar cercano, hasta el final, que entramos a recoger los aplausos.

Hubo una nochebuena madrileña que nos encontró solateras, cosa terrible en una gran ciudad; Julieta Serrano había ido a pasar la velada a casa de su familia y nos dejó la suya a Antonio Banderas, Ricardo y yo: trío de ases con fiambre y vino tinto, fue un buen rato.

Y por supuesto muchas veces, a lo largo de bastantes años, con Mario Gas, que había crecido junto al Mercat de Santa Caterina, donde yo tenía mi casa en Barcelona.

Sucedía entonces lo propio de las dictaduras: los límites son tan estrechos que en cuanto te mueves un poco ¡zas! te has pasado de la raya. Y en cuanto te pasas de la raya cae sobre ti todo el peso de la ley y de la beatería imperantes. Ahí cobra verdadero sentido esa frase tan estimulante de la creatividad y el progreso que dice «De perdidos, al río». Ya te has pasado, tío, así que, por el mismo precio, ¿por qué no siete pueblos más? Lo que explica que Ricardo y yo, imbuidos del espíritu creativo y progresista, hiciéramos cosas que no contaríamos ni bajo tortura. Por dos razones. Una, que ambos tenemos hijas, y no nos gustaría perder el respeto que pueda quedarles por nosotros. Otra, que no nos acordamos. De verdad. Y además han prescrito. Yo creo que nos ponían algo en la bebida. Pero tampoco descarto que sea ahora cuando nos ponen algo en la bebida y nos imaginamos haber hecho cosas que en realidad nunca hicimos. En cuyo caso es perfectamente normal que no nos acordemos ¿verdad? Así que… ¿por dónde íbamos?

Ah, sí, que alternando con Ricardo conocí a mucha gente interesante. Estuvo bien. Pero en realidad no mejoraba lo que ya me había presentado al principio, cuando todavía vivíamos en Santander y me llevó a su casa, el piso abuhardillado junto a Rualasal donde vivía con sus padres, su abuela, Carlos y Fernando, sus dos hermanos, y una señora que había venido de visita el 17 de julio de 1936 y se había quedado para siempre. Su padre, el pelo negro peinado hacia atrás, pegado al cráneo, un hombre tan guapo como Ricardo es ahora, cabuérnigo de Ruente por una parte y mecánico del Parque Móvil Ministerial por la otra, fumaba por patriotismo, por el progreso del país, como se cuidaba de explicarle a su mujer, Nieves, cada vez que lo abroncaba por el vicio.

—Si no fuera por el tabaco no tendríamos todo esto que tenemos ahora.

Nieves miraba con sorpresa las modestas paredes alquiladas.

—¿Y qué tenemos ahora?

—Pues esta democracia…

Ricardo padre rebosaba sabiduría; creo que la había adquirido por el mismo procedimiento que su hijo y yo. Bueno, sin las rubias seguramente, porque en sus años no había UIMPY.

Recuerdo otra ocasión en que Ricardo hijo declamaba Poemas y canciones, de Bertold Brecht, y su padre escuchaba atentamente entre volutas azuladas. Al acabar, con un suspiro:

—¡Si yo tuviera tiempo!

Y Nieves lo interpeló, con la cara que ponía para avisar de que no se iba a creer nada de lo que dijera:

—¿Y para qué quieres tú tiempo?

—Para escribir un libro como ese. O dos…

Desde entonces tiempo ha pasado como para escribir otro Espasa, y Ricardo y yo seguimos viéndonos a salto de mata. Hoy iré a verlo en El sueño de un hombre minúsculo…, o El dueño de un hombre ridículo…, no me acuerdo bien, pero iré a verlo en lo que sea, porque voy a verlo siempre. Siempre que la hija del Pas & el Besaya con la que acabé casándome encuentre el camino a La Teatrería de Ábrego, quiero decir.

No recuerdo en qué momento conocí a Ricardo, pero ambos teníamos quince o dieciséis años. Entonces creía que los amigos se elegían, a diferencia de la familia, que te venía dada. Hoy más bien creo que también los amigos te caen en suerte, o desgracia, por designio de algún geniecillo vacilón, benevolente en alguna ocasión. El caso es que Ricardo y yo compartimos pupitres en un instituto y nos hicimos amigos e hicimos proyectos juntos.

Un proyecto: de mayores íbamos a ser editores. Entraríamos en el glamuroso mundo de la edición internacional directamente por lo más alto del escalafón. Como él hablaba francés (era un decir), se casaría con la hija de Gallimard; como yo hablaba inglés (ídem de lienzo), haría lo propio con la hija de Thames & Hudson.