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Sí, señor Revilla, somos una sociedad racista

30 de septiembre de 2024 20:44 h

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El espejo deforma según cómo nos miremos en él. Nos gusta pensarnos no racistas. Una sociedad diversa y acogedora que no discrimina a nadie por su color de piel, por su origen o por su clase social (que son los tres elementos clave que alimentan el racismo). Y sí, somos una sociedad diversa porque ya nadie puede negar la realidad. Hay, al menos, 6.632.064 residentes en España de origen extranjero y los cálculos oficiales hablan de unas 850.000 personas afrodescenedientes y entre 750.000 y un millón de personas de etnia gitana. Somos una sociedad diversa en orígenes, colores, y culturas pero seguimos racializando a quien no se parece al estereotipo del “cristiano viejo”, ese linaje infame de “limpieza de sangre” que arrastramos desde el siglo XIII y que niega lo que siempre ha sido la península: un lugar de migraciones y de mixturas donde las instituciones y las narrativas han negado la realidad.

No somos racistas, dice el seleccionador nacional de fútbol masculino. No somos racistas, insistía el ministro de Cultura. Pero sí, somos una sociedad racista para la que valen muy poco las cerca de 4.000 personas que murieron en el Mediterráneo y en al Atlántico tratando de llegar a Europa. Somos una sociedad racista porque, según el INE, un 13,5% de la población tiene origen extranjero y, de ella, al menos, un 20% es afrodescendiente pero no hay prácticamente personas negras, ni asiáticas, ni gitanas, ni magrebíes en nuestros cargos públicos, ni al frente de instituciones sociales o culturales, mucho menos en empresas.

Es en el deporte donde podemos ver más personas afrodescendientes, por ejemplo, y resulta que todos los blancos aseguramos que “no hay racismo” aunque Ana Peleteiro, Thierry Ndikumwenayo, Vinicius Junior, Cheikh Sarr o Quique Sánchez Flores denuncien los ataques racistas a los que son sometidos permanentemente. Hablar de unas cuantas manzanas podridas, de grupúsculos de descabezados es la típica reacción de una sociedad que no quiere ponerse ante el espejo y ver lo que contiene.

El último caso de racismo mediático es el de Miguel Ángel Revilla, el supuesto líder de la oposición en Cantabria, que ha llamado “desagradecido” a Vinícius porque: “Le traemos aquí, le pagamos muy bien y habla mal de España, que le está dando de comer”. Es decir… el negro al que empleamos para el espectáculo debe dar gracias por comer de nuestra mano y no puede cuestionar. A Revilla se le sale el racismo reaccionando a unas supuestas acusaciones de Vinícius a España a las que nadie ha prestado atención ya que lo que dijo en televisión el futbolista brasileño fue: “Quiero hacer lo posible para que las cosas puedan cambiar porque hay mucha gente en España, o la mayoría, que no son racistas. Pero hay un grupo pequeño que acaba afectando a la imagen de un país donde es genial vivir”. Las declaraciones que hizo el deportista probablemente las suscribiría Revilla, pero no se puede consentir que un negro ponga el dedo en la llaga, aunque lo haga de manera cuidadosa.

Sería interesante que un STV le dijera a Revilla que su partido no cuestione la limpieza de las calles de Santander porque “le dejamos venir a estudiar desde Polaciones, le pagamos muy bien y habla mal de Santander, que le está dando de comer desde hace décadas”. El espejo sería diferente ¿no?

España es racista, entre otras cosas, porque fue en el proceso de construcción del estado español donde nació el discurso racista. En la idea original de España como nación está el racismo asentado porque para construirla se estigmatizó, primero, y se expulsó, después, a un porcentaje significativo de la población. España es racista porque sus protoreyes expulsaron a algo más de 150.000 judíos en 1492, sus herederos expulsaron después a unos 400.000 moriscos (cristianos nuevos) en 1609 y encarcelaron a miles de gitanos por el simple hecho de serlo en 1749, y porque este Estado mantuvo un vergonzoso sistema de castas basado en la limpieza de sangre en la América colonizada hasta bien entrado el siglo XIX.

Este racismo institucional(izado) y asentado en el sistema cultural y educativo no se extirpa en un siglo y, desde luego, no se contrarresta negándolo. España, como Europa, es racista, pero en este continente hemos negado históricamente serlo y eso nos lleva a que los discursos xenófobos y racistas campen a sus anchas mientras políticos y personajes públicos le dicen a la población en general que eso que se dice en la calle, que eso que se grita en los estadios, que eso que se reproduce en las redes no es exactamente racismo.

Somos racistas y somos clasistas y no aceptarlo es hacer que crezca la bestia dentro. De estos polvos… los futuros lodos.

El espejo deforma según cómo nos miremos en él. Nos gusta pensarnos no racistas. Una sociedad diversa y acogedora que no discrimina a nadie por su color de piel, por su origen o por su clase social (que son los tres elementos clave que alimentan el racismo). Y sí, somos una sociedad diversa porque ya nadie puede negar la realidad. Hay, al menos, 6.632.064 residentes en España de origen extranjero y los cálculos oficiales hablan de unas 850.000 personas afrodescenedientes y entre 750.000 y un millón de personas de etnia gitana. Somos una sociedad diversa en orígenes, colores, y culturas pero seguimos racializando a quien no se parece al estereotipo del “cristiano viejo”, ese linaje infame de “limpieza de sangre” que arrastramos desde el siglo XIII y que niega lo que siempre ha sido la península: un lugar de migraciones y de mixturas donde las instituciones y las narrativas han negado la realidad.

No somos racistas, dice el seleccionador nacional de fútbol masculino. No somos racistas, insistía el ministro de Cultura. Pero sí, somos una sociedad racista para la que valen muy poco las cerca de 4.000 personas que murieron en el Mediterráneo y en al Atlántico tratando de llegar a Europa. Somos una sociedad racista porque, según el INE, un 13,5% de la población tiene origen extranjero y, de ella, al menos, un 20% es afrodescendiente pero no hay prácticamente personas negras, ni asiáticas, ni gitanas, ni magrebíes en nuestros cargos públicos, ni al frente de instituciones sociales o culturales, mucho menos en empresas.