Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
De Sigourney Weaver a Emilia Clarke
Hace unos veinte años empecé a recalar en las salas de espera del Hospital de Valdecilla. Siempre estaban abarrotadas de gente, parecía un mercado, ibas a una simple consulta y echabas allí la mañana. No había entonces móviles para distraerse, ni posibilidades de conversación en un lugar donde se ruega silencio, y leer un libro tenía el inconveniente de sumergirte en él, que te llamaran por aquella tosca megafonía y se te pasara la vez. Incluso siendo previsor y llevando un libro de relatos cortos, o directamente de micro relatos, la lectura era tensa, incómoda, deslavazada. Al final había que dejarlo y soportar la espera al modo clásico, sin hacer nada, la mirada perdida en la luz fluorescente, cada cual con su dolor y su pensamiento. Lo único positivo era que varias horas de aburrimiento mortal fertilizaban mi imaginación y pocas veces he regresado del hospital sin una historia que contar: el germen de un relato, un artículo, una escena de teatro. Se le llama creación a la desesperada.
Hace unos días me tocó de nuevo la revisión. Tuve suerte, me citaron a última hora, la sala de espera de nefrología estaba casi desierta. Tampoco había mucho personal sanitario, como si el ajetreo de la mañana ya hubiera pasado y comenzaran las horas tranquilas del turno de tarde. Era una buena señal, así que me senté, ajusté el culo al banco, crucé las piernas, valoré el estado lamentable de mis zapatos, y lo primero que me vino a la cabeza fue el experimento de Arguiñano para determinar si un pollo que duerme apoyado en la pata derecha la desarrolla más que la izquierda, pero no recordaba el resultado de esa excentricidad. Busqué entretenimiento, me negaba a encender el móvil, y vi junto a la columna próxima un envoltorio de Crunch. La papelera estaba cerca, si me estiraba un poco podía cogerlo y lanzarlo dentro. Me deslicé por el banco, alargué la mano, pero antes de llegar a tocarlo apareció una escoba y se lo llevó. Miré hacia arriba, un hombre grande, calvo, tatuado, con el uniforme de la limpieza, me guiñó un ojo y ladeó la cabeza, como si me hubiera ganado por la mano. Pensé: algunos tipos no tienen remedio, convierten en una competición hasta recoger papeles. “No lo he tirado yo”, le aclaré. “Entonces, gracias por intentarlo”, me dijo, y parecía sincero, aunque quedó en el aire un reproche velado por invadir sus competencias y de paso poner en peligro su empleo. Hoy en día no sabes cómo acertar, lo mismo en ese momento había un vigilante detrás de una pantalla apuntando en su libreta de chivato que era la vez número 182 que una persona estaba a punto de recoger un desperdicio del suelo encontrándose el limpiador número 45 a unos metros de distancia; y lo despedían sin más, con la frialdad de un algoritmo.
Después de recoger el envoltorio de Crunch, el limpiador tatuado vació la papelera en su carrito, recogió la escoba y se fue caminando hacia el ascensor. Llevaba la cabeza bien alta, orgulloso de sí mismo, de su labor. Seguro que veinte años atrás no les hubiera confesado a sus amigos que se dedica a fregar suelos y limpiar váteres. Entonces, las labores de limpieza las llevaban todavía las mujeres, en exclusiva, y por estos pasillos circulaban muchos más médicos que doctoras. Ahora la cosa se ha equilibrado, la gente se diferencia más por los colores de las batas y los uniformes que por el sexo. Incluso se diría que el hospital tiene un aire femenino, aunque fijo que la desigualdad se mantiene en los puestos directivos y en ese increíble 20% de sueldo inferior por el mismo trabajo, algo impropio de un país civilizado. Muchas contratas son peores que la mafia, se oyen cosas espantosas, alguien debería hacer algo al respecto. Por un momento imaginé que el limpiador tatuado iba a recoger su sueldo y le quitaban el 20% por tener testículos llenos de espermatozoides. Imaginé que se los tapaba con las manos y decía: “Jo, qué mal, no es justo”. Imaginé una multitud de mujeres del Femen tomando las calles, con las tetas al aire y un kalashnikov en bandolera. Y no imaginé más porque regresó el ascensor y salieron de él dos cirujanas que me recordaron muchísimo a Sigourney Weaver y Emilia Clarke.
En realidad no pude verlas muy bien, fue un simple destello, salieron del ascensor y se perdieron en un pasillo del ala de enfrente del edificio, pero eso acentuó todavía más su parecido con las dos actrices. Una era alta, delgada pero poderosa, flexible, como Sigourney Weaver; la otra era muy pequeña, redonda, firme, y con coleta, como la última imagen que yo tenía de Emilia Clarke. Dos iconos de la ciencia ficción: La eterna Teniente Ripley de 'Alien' y la reciente Sarah Connor de 'Terminator Génesis', también Daenerys de la Tormenta, Madre de dragones en 'Juego de tronos'. Dos exponentes de la evolución de la imagen de la mujer en las últimas décadas. Las dos armadas y peligrosas, paradigmáticas, ejemplo rotundo de la adaptación del cine comercial al vaivén moral de los tiempos. Si las juntaba a las dos con los pollos de Arguiñano tenía la tormenta perfecta. A fin de cuentas, todo empezaba y terminaba con un huevo. Y en este caso la gallina ponedora era feminista. Aparentemente.
El feminismo mal entendido es un subproducto de la retórica capitalista. Surgió para frenar el avance del Movimiento Feminista, exagerando sus excesos hasta lograr el enfrentamiento dialéctico con el machismo, manteniendo así el discurso en el territorio de lo negativo. El pensamiento barato de darle la vuelta a la tortilla, para obtener rentabilidad a toda costa. La Teniente Ripley era en principio un hombre, pero tardaron demasiado en poner en marcha el rodaje de Alien, eso cuesta dinero, hay préstamos, intereses bancarios, cada vez necesitaban más público, y alguien pensó que las espectadoras agradecerían una heroína que no se pusiera a dar grititos histéricos cuando aparece una rata. Solo pretendían vender más entradas. Igual que el guionista, O'Bannon, que buscaba un nuevo tipo de terror no explotado hasta entonces y decidió agredir el sexo masculino donde más podía dolerle, poniéndolo en el lugar de una mujer. El extraterrestre que sale del huevo y se adhiere a la cara de astronauta es en realidad una felación y una violación, con inseminación incluida. El bicho con aspecto fálico y vaginal que sale del estómago matando a su huésped representa un parto sangriento y definitivo. Sexo duro y reproducción extrema. Todo estaba pensado para hacer vivir a los hombres, como horror, las vivencias naturales de las mujeres, incluyendo la violación como hecho o como miedo consustancial asumido. Y funcionó. En las primeras proyecciones la gente se marchaba aterrorizada. Ya van por la quinta parte, con dos precuelas y una serie televisiva… es toda una franquicia. Hay una copia de 'Alien, el octavo pasajero' en la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, como un documento histórico relevante. Su rentabilidad, su alcance, crearon un modelo de mujer aguerrida que ha sembrado bastante confusión. Sin ir más lejos, en la segunda entrega, 'Alien, el regreso', aparecía una mujer marine que daba verdadero miedo.
También 'Terminator', aun teniendo un punto de partida más intelectual y borgiano, con su bucle de tiempo tan cargado de posibilidades, incide en los mismos defectos que 'Alien' a la hora de tratar a la mujer. Aquí la clave es regresar al pasado para impedir el nacimiento del líder de la resistencia futura: matar a la gallina antes de que ponga el huevo. ¿Y qué hace la protagonista cuando se ve amenazada? Pasa de ser una frágil y apocada dependienta a llevar una ametralladora en cada mano. Sarah Connor, nada menos, la madre agresiva y dinamitera del líder, ése que dice por la radio: “Si me estáis escuchando, vosotros sois la Resistencia”. En la última entrega, la reciente 'Terminator Génesis', intentan desesperadamente borrar la imagen de esa Sarah Connor dependienta y se inventan una línea de tiempo paralela, donde ella es guerrera ya desde niña: dando caña desde que le viene la regla porque entonces la detecta el Terminator-malo. Y, para tergiversar más el feminismo, cuando en la primera entrega se enamoraba de su salvador, en ésta lo trata como si fuera gilipollas, tonto del culo e incapaz de protegerse a sí mismo. Tortilla vuelta y quemada. El hombre es ahora instrumental, a ella le daría lo mismo si hubieran enviado desde el futuro un poco de semen en un frasco. En toda la película solo hay un beso, al final, y porque ella quiere, con una condescendencia que da grima, y si el tipo se pasa un pelo allí estará el Terminator-bueno para descuartizarlo. Es patético. Nadie como Emilia Clarke para interpretar ese papel. Después de su presencia arrolladora en 'Juego de tronos', con apenas 1,57 de estatura, representa a esa nueva mujer capaz de degollar a cualquier tío que no se rinda a sus pies. No necesita el 1,85 de Sigourney Weaver para imponerse. Es la mujer actual, como Hillary Clinton ordenando un bombardeo mano a mano con Obama. Tan cruel y capulla como el hombre. Adiós esperanza en un siglo que iba a ser reivindicativamente femenino.
Mientras pensaba en todo esto, la enfermera dijo mi nombre en voz alta. Han dejado de usar la megafonía, no sé si por falta de presupuesto o porque nadie la entiende. Así que levanté la mano, atendí a sus indicaciones y me dirigí al despacho correspondiente. Allí estaba mi amable doctora, que sabe de mi interior más que mi poesía, algo que siempre me inquieta. Me sonrió con amplitud, mis resultados eran satisfactorios. “Bien, bien, bien”, dijo, leyendo en la pantalla. Como eran muy buenas noticias, bromeé un poco:
La doctora se cruzó de brazos. No tenía nada más que decirme. Ella no es mi madre, si bebo, si fumo, si hago el vaina es asunto mío. En cinco minutos estaba fuera de Valdecilla. Había sido una visita corta, pero rentable. No daba para imaginar El Quijote, pero me llevé una idea para un relato, el principio de un artículo y una minúscula obra de teatro. Algo es algo.
Hace unos veinte años empecé a recalar en las salas de espera del Hospital de Valdecilla. Siempre estaban abarrotadas de gente, parecía un mercado, ibas a una simple consulta y echabas allí la mañana. No había entonces móviles para distraerse, ni posibilidades de conversación en un lugar donde se ruega silencio, y leer un libro tenía el inconveniente de sumergirte en él, que te llamaran por aquella tosca megafonía y se te pasara la vez. Incluso siendo previsor y llevando un libro de relatos cortos, o directamente de micro relatos, la lectura era tensa, incómoda, deslavazada. Al final había que dejarlo y soportar la espera al modo clásico, sin hacer nada, la mirada perdida en la luz fluorescente, cada cual con su dolor y su pensamiento. Lo único positivo era que varias horas de aburrimiento mortal fertilizaban mi imaginación y pocas veces he regresado del hospital sin una historia que contar: el germen de un relato, un artículo, una escena de teatro. Se le llama creación a la desesperada.
Hace unos días me tocó de nuevo la revisión. Tuve suerte, me citaron a última hora, la sala de espera de nefrología estaba casi desierta. Tampoco había mucho personal sanitario, como si el ajetreo de la mañana ya hubiera pasado y comenzaran las horas tranquilas del turno de tarde. Era una buena señal, así que me senté, ajusté el culo al banco, crucé las piernas, valoré el estado lamentable de mis zapatos, y lo primero que me vino a la cabeza fue el experimento de Arguiñano para determinar si un pollo que duerme apoyado en la pata derecha la desarrolla más que la izquierda, pero no recordaba el resultado de esa excentricidad. Busqué entretenimiento, me negaba a encender el móvil, y vi junto a la columna próxima un envoltorio de Crunch. La papelera estaba cerca, si me estiraba un poco podía cogerlo y lanzarlo dentro. Me deslicé por el banco, alargué la mano, pero antes de llegar a tocarlo apareció una escoba y se lo llevó. Miré hacia arriba, un hombre grande, calvo, tatuado, con el uniforme de la limpieza, me guiñó un ojo y ladeó la cabeza, como si me hubiera ganado por la mano. Pensé: algunos tipos no tienen remedio, convierten en una competición hasta recoger papeles. “No lo he tirado yo”, le aclaré. “Entonces, gracias por intentarlo”, me dijo, y parecía sincero, aunque quedó en el aire un reproche velado por invadir sus competencias y de paso poner en peligro su empleo. Hoy en día no sabes cómo acertar, lo mismo en ese momento había un vigilante detrás de una pantalla apuntando en su libreta de chivato que era la vez número 182 que una persona estaba a punto de recoger un desperdicio del suelo encontrándose el limpiador número 45 a unos metros de distancia; y lo despedían sin más, con la frialdad de un algoritmo.