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Cantabria es la quinta comunidad con menor número de hijos por mujer
Hace cinco meses, la vida me regaló la maravillosa experiencia de ser padre. Pronto, me di cuenta de que estoy, sin duda, ante el reto más importante y, a su vez, el más bonito de mi vida. En estos meses, las tareas que conlleva la paternidad me han requerido casi todo mi tiempo y mi esfuerzo. Me han faltado ideas, y también horas, para reflexionar sobre los temas de “Economía Cercana” que abordo en mi artículo mensual en este medio. No es de extrañar, tampoco, que este artículo que ahora escribo, el primero tras esta pausa, aborde precisamente un problema relacionado con esta cuestión: el de la escasa natalidad.
En estos meses, he conocido de primera mano la enorme alegría que aporta un niño recién nacido. A sus padres y a su entorno más inmediato, por supuesto, pero también a otras personas sin esa vinculación tan cercana: vecinos, compañeros de trabajo o, incluso, desconocidos que, en la calle, en un comercio o en el autobús, responden a la presencia del niño contagiándose de su felicidad. Es tremenda la capacidad que tiene un niño para transmitir sensaciones positivas. Para sacar lo mejor de cada uno: su lado más amable y más humano. Y para romper, durante unos instantes mágicos, con dos de los grandes males que aquejan a nuestras sociedades, tan urbanas y tan modernas: el excesivo individualismo y la frialdad en las relaciones interpersonales.
Resulta, pensándolo bien, muy lógico que, como individuos sociales que somos, demos esa importancia al nacimiento de nuevos niños. Éstos son, realmente, la única forma de renovarnos y de sobrevivir como sociedad (y como especie), ante un fenómeno inevitable como es el paso del tiempo. Sin niños, todo desaparecería tras nosotros. Sin embargo, observo una triste incoherencia entre esas intensas emociones en el plano individual y, por contra, la escasísima prioridad que, como sociedad, otorgamos a favorecer la natalidad. Basta dar un paseo por el centro de Santander, o por el de casi cualquier otra ciudad de nuestra comunidad, para constatar la absoluta escasez de niños. También en la periferia, barrios antaño llenos de vida se encuentran cada vez más envejecidos. Y el problema es, si cabe, aún mayor en nuestras zonas rurales, que se desangran desde hace décadas ante la despoblación y la falta de recambio generacional. Y, frente a ello, ¿qué hacemos como sociedad? Bastante poco, en realidad, más allá de reaccionar con indiferencia o, si acaso, con resignación. A continuación, analizo algunos datos que ilustran la magnitud del problema.
El gráfico 1 muestra cómo ha evolucionado, entre 1975 y 2017, el número medio de hijos por mujer en Cantabria, en otras CCAA cercanas y a nivel estatal. Como se observa, a mediados de los 70, la media de hijos por mujer en España era cercana a 2,8, mientras que en Cantabria se aproximaba a 2,7. En los veinte años siguientes, estas cifras sufrieron una enorme caída. A mediados de los 90, el dato en nuestro país se encontraba por debajo de 1,15; en nuestra comunidad, llegó a rondar los 0,9. Durante los últimos años del S. XX y los primeros del XXI, estas cifras remontaron algo, impulsadas por la llegada de población inmigrante (más joven que la media de la población española). Sin embargo, a partir de la crisis, la natalidad se ha vuelto a resentir. En 2017, último dato disponible, el número medio de hijos por mujer se ha situado en 1,31 en España, y en 1,17 en Cantabria. Menos de la mitad que hace 40 años, y muy por debajo del umbral de 2,1, considerado como el necesario para posibilitar el reemplazo generacional. Un nivel del cual estamos, ya desde principios de los años 80, muy alejados.
El problema, aunque no es exclusivo de Cantabria, sí es particularmente grave en nuestra comunidad. Cantabria es la quinta CCAA con menor número de hijos por mujer y, también, la quinta en la que más ha caído este indicador en las últimas cuatro décadas (a mediados de los 70, nuestra comunidad se encontraba en una posición intermedia). De las CCAA de nuestro entorno, solo Asturias se encuentra ahora claramente por debajo. En Castilla y León, otra CCAA con una pésima evolución demográfica, la cifra es similar a la nuestra. Por el contrario, Navarra (desde finales de los 80) y el País Vasco (desde hace una década) han pasado a superar claramente a Cantabria e, incluso, a la media española de fecundidad. Son, sin duda, dos ejemplos interesantes, que habrían de analizarse más a fondo.
Para completar este análisis, el gráfico 2 muestra la evolución del número de hijos por mujer en España y en otros países de Europa Occidental. Se observan, claramente, dos grupos de países. Por un lado, los del Sur de Europa (España, Portugal, Grecia e Italia), junto con Irlanda, que partían de un mayor atraso económico y de una configuración muy tradicional de las familias y del papel de las mujeres. En estos países, la fecundidad era muy elevada hasta mediados de los 70: más de 2 hijos por mujer en Italia y en Grecia, más de 2,5 en Portugal y en España y cerca de 3,5 en Irlanda. En los veinte años siguientes, sin embargo, la caída de la natalidad en todos estos países fue enorme, y sus cifras no han remontado desde entonces. Actualmente, los países del Sur de Europa muestran la menor fecundidad del continente, y una de las más bajas del mundo, con menos de 1,5 hijos por mujer. En el lado contrario, la mayor parte de países del Norte y el Centro de Europa contaban a mediados de los 70 con cifras más modestas (entre 1,5 y 2 hijos por mujer). Sin embargo, casi todos estos países han mantenido ese nivel desde entonces, o incluso algunos lo han aumentado. Suecia y Francia, por ejemplo (con cerca de 2 hijos por mujer), constituyen ejemplos que demuestran que una sociedad moderna no debería estar reñida con la natalidad, como parece que tenemos asumido en el Sur de Europa.
De acuerdo con las proyecciones de población del INE, de continuar las dinámicas demográficas actuales, España perderá cerca de 1 millón de habitantes en los próximos 20 años. Habrá, además, casi 2 millones menos de niños de entre 0 y 15 años y, en cambio, unos 4 millones más de mayores de 65. En 50 años, el país habría perdido más de 5 millones de habitantes. Según las proyecciones del ICANE, en 20 años, Cantabria habrá perdido más de 50.000 habitantes, con un ritmo de reducción de la población (en términos relativos) casi 5 veces superior al estatal. Más de una veintena de municipios de nuestra comunidad perderán al menos una cuarta parte de su población en las dos próximas décadas.
La escasísima natalidad y, como consecuencia de ello, el envejecimiento y la despoblación, no son, por tanto, problemas irrisorios, ante los que quepa la indiferencia. No son, tampoco, una maldición bíblica, contra la que solo quepa la resignación. La experiencia reciente de países o CCAA cercanas demuestra que es factible lograr un moderado repunte de la natalidad, que permita modificar estas tendencias.
La resolución del problema, sin embargo, se enfrenta a tres obstáculos de gran trascendencia. En primer lugar, el fomento de la natalidad requiere recursos, pero solo ofrece soluciones a largo plazo. Es exactamente el tipo de actuaciones de las que tienden a huir nuestros políticos, obsesionados con horizontes electorales a mucho más corto plazo. En segundo lugar, las políticas de natalidad, al menos en nuestro país, se han quedado huérfanas. Durante décadas, la dictadura franquista abusó en su retórica de la exaltación de la natalidad. Como con tantas otras cuestiones, ello acabó contribuyendo a desgastar el tema. Aún hoy, para buena parte de nuestra sociedad, la preocupación por la natalidad tiende a sonar como algo demasiado antiguo o rancio como para incluirlo entre nuestras prioridades.
A todo ello habría que sumar un tercer factor, aún más importante. La natalidad es una cuestión muy relacionada con otras dimensiones fundamentales de nuestra organización social, como el modelo de empleo y de uso del tiempo, las oportunidades para las mujeres y la red de protección social existente. Por ello, la natalidad no se va a recuperar solo con instrumentos modestos, como pequeñas subvenciones, sino que se requerirían también cambios sociales de gran calado en estas dimensiones. La desaparición de la discriminación que sufren las mujeres, que aún se ven obligadas a elegir entre tener una familia o desarrollar una carrera profesional exitosa, como reflejan las preguntas sobre su vida privada en entrevistas de trabajo. El desarrollo de una red pública de centros educativos para niños de 0 a 3 años, que evite que todo el peso de atender a sus necesidades siga recayendo en las familias. Y, muy especialmente, el cambio del modelo de empleo y de relaciones laborales que se está consolidando en nuestro país. Es una urgencia social erradicar la falta de trayectorias profesionales estables, la absoluta incertidumbre laboral o los salarios de miseria que sufren millones de jóvenes, porque coartan sus oportunidades de vida y, con ello, están también empezando a poner en riesgo el futuro de nuestras sociedades. Necesitamos, también, empleos compatibles con la vida familiar, evitando las jornadas maratonianas, y enfocándose más hacia la productividad que hacia la mera presencia física. Más y mejores oportunidades laborales, menos incertidumbre, más tiempo libre, menos discriminación de las mujeres y más Estado del bienestar, en definitiva, como ocurre en los países más avanzados de nuestro entorno, y a los que les va mejor que a nosotros, también, en materia de natalidad.
¿Abordaremos de una vez la necesidad de impulsar el reemplazo generacional en nuestro país y, en particular, en comunidades particularmente amenazadas como la nuestra? ¿Podremos los jóvenes optar por ser padres, libres de trampas como la precariedad laboral o la falta de oportunidades para la conciliación? ¿Nos detendremos a reflexionar sobre qué estamos haciendo mal al elegir nuestras prioridades colectivas, hasta el punto de (como también está ocurriendo con los problemas medioambientales) hacer que nuestras propias sociedades puedan llegar a ser insostenibles? ¿Seguiremos pensando que estos problemas se arreglarán solos, o que ya los resolverán próximas generaciones en el futuro, cuando ya las soluciones lleguen demasiado tarde? Son preguntas que, en este momento de mi vida, no puedo evitar hacerme. Me pregunto, también: ¿soy el único en hacérmelas?
Hace cinco meses, la vida me regaló la maravillosa experiencia de ser padre. Pronto, me di cuenta de que estoy, sin duda, ante el reto más importante y, a su vez, el más bonito de mi vida. En estos meses, las tareas que conlleva la paternidad me han requerido casi todo mi tiempo y mi esfuerzo. Me han faltado ideas, y también horas, para reflexionar sobre los temas de “Economía Cercana” que abordo en mi artículo mensual en este medio. No es de extrañar, tampoco, que este artículo que ahora escribo, el primero tras esta pausa, aborde precisamente un problema relacionado con esta cuestión: el de la escasa natalidad.
En estos meses, he conocido de primera mano la enorme alegría que aporta un niño recién nacido. A sus padres y a su entorno más inmediato, por supuesto, pero también a otras personas sin esa vinculación tan cercana: vecinos, compañeros de trabajo o, incluso, desconocidos que, en la calle, en un comercio o en el autobús, responden a la presencia del niño contagiándose de su felicidad. Es tremenda la capacidad que tiene un niño para transmitir sensaciones positivas. Para sacar lo mejor de cada uno: su lado más amable y más humano. Y para romper, durante unos instantes mágicos, con dos de los grandes males que aquejan a nuestras sociedades, tan urbanas y tan modernas: el excesivo individualismo y la frialdad en las relaciones interpersonales.